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Columna
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Monárquico

Cuando éramos estudiantes todos llevábamos unas barbas levíticas, leíamos a Rimbaud, vivíamos en pisos de tres al cuarto mal amueblados y preferíamos escatimar ceros a las asignaciones que la familia nos enviaba para costearnos el café y las ediciones de bolsillo, en que descubríamos abstrusas filosofías que luego discutíamos en el bar de la facultad sin entender demasiado. Alumbrados por aquellos intelectuales guerrilleros del pasado, despotricábamos de todo ser vivo con mucha alegría, y recordando la Comuna de París y la filantropía de Lenin y Robespierre nos considerábamos correctamente antimonárquicos, antiburgueses, antipatriotas, antihumanistas y partidarios de todo adjetivo que viniese precedido por la partícula de las antinomias y los anticuerpos. Militaba a veces entre nosotros un tipo extraño, del Norte, con un bigotito en forma de peine pulcramente cepillado sobre el labio rubio; giraba la cucharilla de su café con la mano izquierda, hablaba poco, fijaba sus gafas de pasta en las moscas que solían sumarse a la tertulia desde las tazas. He dicho que hablaba poco, pero cuando lo hacía reparaba con creces los muchos meses de silencio previos: un día nos confesó, con ademán de soltar un eructo, que era monárquico. Con los años me he dado cuenta de que el tipo jugaba al provocador que se distrae echando sal a las hogueras para ver cómo brincan las chispas, pero aquella tarde, cuando le oímos ponderar la figura del rey, con todo lo que significaba de referente democrático, representante del país en el extranjero, cabeza visible del Estado y demás verborrea, a punto estuvimos de saltarle a la garganta con las dentaduras abiertas.

El tiempo da muchas vueltas, y ahora me descubro dándole la razón a aquel apóstata del bigote a quien no volví a ver jamás. Viene el príncipe a Sevilla otra vez en menos de un mes, no sé si solo o con leche, y las masas, incluidas mi madre y mi hermana, acuden a aclamarlo a la salida de un congreso de no sé qué cosa y a preguntarle por la gestación de su compromiso con la inefable Letizia. Al fin y al cabo, a pesar de todas las greñas y los anatemas de mi pasado, me descubro monárquico por el método del mal menor, y reconozco que al menos nuestros funcionarios de la Zarzuela sí que sirven para algo: para aligerar las sobremesas. Voces de castos profesionales de la comunicación se han alzado ya para denunciar el acoso de cámaras y focos a que están siendo sometidos Don Felipe y su consorte, y alguno que otro se siente autorizado para afirmar que esto no es una feria ni un pase de modelos. Que se callen, hombre, que se callen: gracias a Felipe y Letizia nos hemos salvado de los grandes hermanos, de las ex esposas de los amantes de los primos de los presentadores de televisión, de las prácticas sexuales de los actores de revista de los años setenta, que sus antiguas concubinas tienen ahora tanto interés en airear. Una monarquía debe estar al servicio de la nación, y qué mejor medio que el entretenimiento, como saben muy bien en la Gran Bretaña: hoy noviazgo, mañana pedida, pasado la boda, y mientras tanto que retransmitan cómo la futura princesa elige el menú para el convite y el raso del vestido, o que nos expliquen si de niña le gustaba más jugar al parchís que a la oca, claro que sí. Que trabajen, que para eso tienen el cargo que tienen.

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