A Juanjo Menéndez, en el teatro
Era un actor atípico. O, quizá, no tanto. No era fácil encontrar, entre la larga nómina de los actores de la posguerra española, los que tenían una formación universitaria. Y no es que ello supusiera una garantía de éxito en su trabajo; es más, en algún caso no ayudó sobremanera. Pero en el caso de Juanjo Menéndez le dio la extrema virtud de una rareza inusual: se situaba a medio camino entre el gran oficio de los actores intuitivos, llamados "de oficio", y la creación, con la ayuda de un estudio en profundidad, a la hora de componer el personaje. Era atípico porque se le considera, de alguna manera, como un extraordinario actor de reparto, siendo su carrera una cadena de grandes éxitos -me refiero, sobre todo, en el teatro- componiendo primeros protagonistas. Un actor tan atípico a fuerza, seguramente, de considerarlo un pariente próximo.
Resulta una broma que se marche el mismo día en que a Gustavo Pérez Puig se le concede el Premio Nacional de Teatro, al que Juanjo debía dos de sus más grandes éxitos en el inicio de su carrera, al dirigirlo en Escuadras hacia la muerte, de Alfonso Sastre, y, muy poco después, en Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura. El éxito fue tan grande para todos aquellos que intervinieron en su producción que no resultó extraño que para todos se convirtiese en un autor-talismán. Así lo repetía constantemente.
En teatro, y es aquí donde quiero recordarle, Juanjo realizó una larga serie de interpretaciones, al menos en sus primeros años, que poco tienen que ver con su trabajo posterior más conducido al humor. Si sus inicios como actor aficionado en el TEU los hizo con la obra de Alfonso Paso Yo, Eva, inmediatamente después, y tras el trabajo en la obra citada de Alfonso Sastre, ya le vemos en el Teatro Nacional María Guerrero con una interesantísima obra de, nuevamente, Alfonso Paso, Una bomba llamada Abelardo. A estos trabajos, y ya como actor casi permanente en el María Guerrero y en el Español, con títulos de éxito como La alondra, de Jean Anouilh, dirigido por Tamayo, compartiendo trabajo con la magnífica Mary Carrillo; La ciudad sin dios, de Calvo Sotelo, y, sobre todo, Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, obras que marcaron la carrera de este actor, que a bote pronto pudiera haber dado la impresión de que su trabajo interpretativo empieza y acaba en un cine o en una televisión de absoluto consumo. Muy necesario, por cierto.
La última vez que le vi en el teatro fue con La otra orilla, de López Rubio. Se había responsabilizado también de la dirección. Supe de todo el sufrimiento con el que había llegado al estreno. La enfermedad de Alzheimer lo abrazaba ya. La memoria le abandonaba y había de pasar por ese terror y humillación que es para los actores el terrible "pinganillo", para poder recibir el texto desde el apunte. Con la vergüenza añadida del "que no se enteren", para poder ser contratado. Ya no le volví a ver. Supe siempre de él por su hija y heredera de su talento, Natalia, quien ayer, junto con el resto de su familia, decidió que el velatorio y el entierro de Juanjo se celebraran en la estricta intimidad.
Se nos ha ido Juanjo Menéndez. Su memoria como actor quedará en muchas películas. Algunas, verdaderamente antológicas -desde Dos caminos, de Arturo Ruiz del Castillo, hasta De qué se ríen las mujeres, de Oristrell-, que son algún centenar, quedan para gozo de todos. Su trabajo en el teatro permanecerá en tanto muchos espectadores recordemos su elegante desgarbo, con cierto toque anglosajón, su peculiar voz, su maravilloso talento para colocar una frase. Y su maravillosa alegría.
Hoy estás en los cielos con tantos y tantos actores que te precedieron, y seguramente haciendo planes de estreno con Alonso, Tamayo y Marsillach. Tus amigos.
Andrés Peláez Martín es director del Museo Nacional del Teatro.
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