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Sociedad del conocimiento

El Teorema del salario de Dilbert, que navega jocosamente por la Red, afirma que cuando el conocimiento de alguien tiende a cero, la paga que recibe tiende a infinito. En breve: cuanto menos se sabe, más se cobra. El teorema es aplaudido por quienes viven convencidos de que sus jefes son cretinos bien remunerados. Y dado que tal convicción parece extenderse a buena parte de la población asalariada, el aserto de Dilbert va camino de ser admitido socialmente sin necesidad de más comprobaciones que las puramente emocionales.

Hay que admitir que si el teorema fuese del todo verdadero, cuestionaría seriamente los atractivos de una sociedad basada en el conocimiento. Según Dilbert, todos los que disfrutaran de algún saber se sentirían mal remunerados, y los más sabios entre todos deberían resignarse a vivir en la miseria más completa, rodeados, además, de ignorantes enriquecidos. Pero en contra del teorema podemos decir que, actualmente, no todos los que disfrutan de algún conocimiento figuran en la cola de los ingresos, sino que algunos saberes reciben una recompensa monetaria sobresaliente. De tal manera que, en algunos campos privilegiados del conocimiento, no se cumple el teorema de Dilbert.

No es preciso investigar largo tiempo para descubrir para qué tipos de saberes ocurre que quien más sabe más cobra. Se trata de una esfera en la que reina la justicia y falla Dilbert, en la que quien no sabe no triunfa. Y no sólo eso, sino que en ese sector del saber se produce un efecto tan contrario al teorema dilbertiano que los individuos de mayores conocimientos se sitúan en los más altos niveles de remuneración conocidos. Ni falta hace decir que, en efecto, la mano invisible y sabia del mercado escribe en las nóminas del mundo entero que el conocimiento más valorado, entre todos los legales, es el toque de pelota.

Es este un saber admirado como ningún otro lo fue en cualquier época pasada, pues además de considerarse vital, parece que sólo algunos lo poseen en grado sublime. Sea merced al hábil gesto de la mano que introduce el esférico en la cesta, sea gracias al potente pero sutil movimiento de pie que coloca el balón allá donde se encuentran los palos, sea por medio del giro aristocrático de muñeca que tras noble recorrido hace colar la bola en el minúsculo agujero.

Al altísimo nivel remunerativo del dominio de la bola se sitúan muy pocas otras sapiencias, y casi todas forman parte del mundo del espectáculo. Fuera de esa esfera divina, los acerbos mejor remunerados crecen en los campos del negocio, pero en estos asuntos la sociedad es mucho más maliciosa y harto menos comprensiva, y se pregunta si las fortunas que los ejecutivos consiguen en tiempos increíblemente breves son de verdad legales y decentes. Le parece en cambio a la sociedad que es plenamente razonable, ético, justo y saludable que si la pelota entra por donde debe hacerlo, el salario de quien la lanza se dispare. Ni al mundo avanzado ni a los otros les molesta lo más mínimo, ni les avergüenza nada que se establezcan desproporciones mayúsculas de ingresos entre esos privilegiados sabedores y el resto de los ciudadanos.

Admitamos, sin mayor e inútil resistencia, que el largo proceso evolutivo que ocupó a Darwin ha sido conducido sabiamente, con mano discreta pero firme, para conseguir al fin una especie capaz de desarrollar un fútbol del todo brillante. Pero, aun dando por hecho sin queja alguna la trascendencia del hecho balompédico, cabe que nos preguntemos si es socialmente necesario que una estrella del toque de pelota cobre 2.500 veces más de lo que ingresa quien padece el salario mínimo interprofesional (SMI). Porque hay que recordar que tras los cuarenta y tantos años de una completa vida laboral, un usuario del SMI habrá recibido, en este país, lo que gana una estrella del conocimiento redondo en una sola semana. No vivimos, por tanto, en una sociedad del desconocimiento, no sufrimos un mundo en el que, de acuerdo con el teorema de Dilbert, se primaría exclusivamente a aquellos que no saben nada. Es cierto que algunos grandes ignorantes parecen tener un acceso fácil a las retribuciones altas.

Será quizá que en vez de perder el tiempo en largos aprendizajes, han dedicado sus esfuerzos a cultivar la lisonja y todos los géneros de corrupción que no llevan a la cárcel. Pero hay otros privilegiados de la economía: aquellos que disfrutan de algunos conocimientos que les permiten acceder a la cumbre de la jerarquía dineraria. De tal manera que, si atendemos al mercado y al éxito social, debemos reconocer que no vivimos en la sociedad del conocimiento, sino en la sociedad de un cierto conocimiento.

Quizá algún día las habilidades más apreciadas sean las de mayor valor social. En esa futura y posible sociedad del conocimiento sensato, no haría falta premiar a los saberes más útiles con altísimos salarios. Bastaría que quienes entonces nos eduquen, nos sanen, nos alojen o nos alimenten reciban más o menos lo mismo, por el fruto de sus quehaceres, que quienes toquen la pelota.

Albert García Espuche es arquitecto e historiador.

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