Lo que vuelve: cinco días de octubre
Lunes. Días de muchísimo teatro. Muchos estrenos en Barcelona, y en el festival Temporada Alta, de Girona, cada vez mejor, más y más alto desde su precariedad de medios, y la semana próxima he de ir a Madrid porque comienza el Festival de Otoño y no quiero perderme, de entrada, la integral (casi seis horas) de La trilogie des dragons, de Lepage, y también quiero ver la producción española del Cabaret de Sam Mendes y luego... Se acumulan las funciones; hay que darse prisa porque algunas sólo duran cuatro o cinco días en cartel, pero el mayor peligro de la sobreabundancia es el olvido: espectáculos que pueden solaparse, anularse mutuamente, como el exceso de cuadros en una exposición. Hay que atrapar, pues, el núcleo de su persistencia. Aunque el procedimiento suele ser inverso: no es lo que buscas sino lo que encuentras, lo que queda e insiste en el recuerdo, lo que vuelve a ti, imperiosamente: sus focos de irradiación.
A propósito de las obras Carmen, Acosta't y Potestad, que se presentan en Barcelona
Martes. Vuelve el lirismo arrebatado de la Carmen de Ramon Oller y Metros, en el Lliure, cuatro noches a teatro lleno, con aplausos unánimes, interminables, a cada bajada de telón. No, no ha acabado: empieza su gira por España y no deben perdérsela. Carmen en los tejados de la fábrica de tabacos, Carmen rondando la esencialidad de Brook (La trágedie...), pero más cercana a la ligereza del musical (West Side Story) que a la ópera. Una imagen, una nostalgia de ultramar: la vieja gitana (Mari Carmen García), una posible Carmen madura, sobrevivida, avanzando al atardecer, taconeando hasta llegar a un viejo aparato de radio del que hace brotar, casi mágicamente, una guajira cubana que envuelve a los bailarines como el aroma y el humo de una hoja de habano, ese habano que la joven Carmen (Sandrine Rouet) lía sobre su muslo desnudo, mientras el escenario se llena de agua, el agua del deseo fluyendo libre, y Martirio canta L'amour est un oiseau rebelle: justamente, una habanera.
Miércoles. Acosta't, en la Villarroel: es la versión catalana (con el sello de Ernest Riera) de Closer, que vi hará cinco o seis años en Londres; la obra mayor de Patrick Marber, la que le lanzó internacionalmente y le consagró como el mejor dramaturgo de su generación. Tenía miedo de volver a verla pero sigue siendo magnífica, soberbiamente dialogada y estructurada, en su alternancia de humor y desazón, siempre súbitos, como un chaparrón inesperado. Un Cuarteto de Alejandría en miniatura: los encuentros y desencuentros amorosos y existenciales de un médico, una fotógrafa, un joven escritor y una stripper de 16 años. Y la mejor dirección de Tamzin Townsend en muchos años, con un reparto impecable. Ramon Madaula está espléndido, y muy convincente Alex Casanovas, y Angels Gonyalons, mucho mejor actriz que cantante, pero la gran sorpresa es Anna Ycobalzeta: Alice, la stripper. Seductora sin ser tópica, feroz y vulnerable, y con una intensidad inusual, para su edad, en las escenas dramáticas. Alice es el eje, el catalizador de Closer: el objeto de deseo, la víctima que se entrega, exprimida, devorada. Y lo que más permanece es su ausencia final, como un eco. El comentario, casi susurrado, de una espectadora adolescente, a la salida: "Sí, parece que la vida debe ser esto...".
Jueves. Vi otra función, pero no me ha devuelto nada. Silencio.
Viernes. Un regalo: Maria Friedman, la heredera natural de Cleo Laine y Julia Mackenzie, sólo para nuestros ojos (y oídos). Anteayer estaba cantando en el Café Carlyle de Nueva York y esta noche ha llegado a Girona (única actuación en España) gracias a los desvelos de Sunyer & Masó, los cerebros de Temporada Alta. Ha venido gente de todas partes para escucharla; un repertorio amplísimo, de Gerswhin a Randy Newman. Maria Friedman, judía austriaca, canta en el teatro de Sant Domènec, en el epicentro del Call, la zona hebrea más antigua de Europa. Volverá el eco estremecedor de In the Sky, la canción del niño judío de 12 años, asesinado por los nazis en el gueto de Vilna, una súplica purísima: que alguien venga a salvarles del horror. Maria Friedman canta esa canción en todos sus conciertos, en todas las fiestas, en todas las celebraciones: no ha olvidado ni quiere que olvidemos al niño de Vilna. Y, justo después, la hermosísima The Folks Who Live On the Hill, de Kern y Hammerstein, una canción de amor más allá del tiempo. "Just we two, Darby and Joan / who used to be Jack and Jill...". Dos ecos enlazados en una misma tonalidad: la íntima expresión del anhelo.
Sábado. Tato Pavlovsky en La Planeta, nuevo regalo de Temporada Alta. Entre Vittorio Gassman y Bódalo: un gran seductor y un oso de abrazo letal. Un monstruo mostrándose: el narrador de Potestad, el monólogo que presentó en 1996, en el Festival de Otoño, y que no se había visto nunca en Cataluña. De Potestad perdura su estrategia perversa, perturbadora. En la primera escena, un hombre "común", de una simpatía contagiosa, se mete al público en el bolsillo con el relato de su vida cotidiana, su matrimonio, sus achaques. En la segunda nos solidarizamos con él: alguien le ha robado a su hija y todo apunta (su impotencia, el repudio de la gente de su barrio, como si fuera un apestado) a que ese "alguien" sea un sicario de la dictadura argentina. Cuando ya estamos totalmente de su parte, compartiendo su dolor de padre, las lágrimas demasiado persistentes de la mujer (Susana Evans) que le escucha en silencio (con un rostro de horror creciente, como si guardara un gran secreto) nos hacen sospechar. Al final del monólogo, descubrimos que el hombre simpático y divertido, el hombre desesperado, impotente, era un médico de los torturadores y certificó el asesinato de los padres de la niña, a la que luego se llevó a su casa; la niña que ha sido "devuelta" a su familia "anterior". Un padre y un monstruo, indisociables.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.