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Columna
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Ponme un culín

Pasamos la noche de las elecciones en zona nacional, aunque no portamos bandera alguna protoasamblearia ni proabstencionista ni preeuropeísta ni filogulag, si se me permite tal profusión de prefijos neosocialistas. En la Gran Vía, sin embargo, y una vez deshecho el maquiavélico entuerto del recuento neoliberal, cundieron las enseñas nacionales de diverso cuño o estampado: desde la sencilla bicolor a la del aguilucho preconstitucional, pasando por la del escudo monárquico y hasta por la quintaesencial: la del toro de Osborne. Nosotros bebíamos tequila reposado para celebrar, primero, y ahogar las penas, después: viéndolos más tarde en el balcón de Génova, se diría que Arenas y Rajoy, las mejillas rosadas, hubieran celebrado desde el principio, acaso con un fino andaluz.

Veíamos la tele, claro, como si pudiera ser cierto lo que nos contaba. En nuestra ingenuidad mediádica, los dos escaños que perdía el PP resultaban del cálculo de una justicia casi poética, si se me permite también la turbia libertad de mezclar poesía con sufragio: como dos y dos son cuatro (poesía), dos menos dos son cero (Tamayo y Sáez). Rellenábamos los vasos, asombrados de las camareras con cofia y delantal de puntillas que, cual encarnado oxímoron (¿las de cofia no tenían que servir en Génova?), reponían a su vez, en el Círculo de Bellas Artes, el trago amargo de los aún inciertos perdedores. Sólo Sabanés puso los pies en la tierra baldía, y advirtió, desmaquillada, del tradicional manejo de datos de la derecha: "Torticero", dijo. Y sí: dos menos dos fueron resultando cuatro. Ponme un culín.

Definitivamente en Génova, a punto ya, mortales, de ser saludados por la flagrante (¿no querrán que diga flamante?) presidenta de la Comunidad de Madrid, vislumbramos, entre las banderas de azules palomas de la paz del PP (¿o son gaviotas azul petróleo?) y las bicolores multinacionales anteriormente descritas, el ondear triunfante de la tricolor de los Estados Unidos de América. O sea, oh my God, que cuando, en Madrid, se lleva el PP (¿no querrán que diga gana?: vuelvan a hacer las cuentas de la injusticia poética) unas elecciones autonómicas, despliegan al unísono su satisfacción las alas de las águilas fascistas y las barras y estrellas del emperador Bush. Otro tequila por favor gracias y que God nos pille confesados. Como de prefijos aquí, había profusión de presidentes allá, en aquel balcón: Aguirre, buscando de continuo con la mirada (¿insegura, sumisa?) la aprobación, a su derecha, de Rajoy; Ruiz-Gallardón, a su izquierda, con la sonrisa paradójica de un seudopresidente de Gobierno devenido en alcalde; y el propio prepresidente Rajoy, tono y gesto públicamente transformados, un inédito punto autoritario, una borrachera ya no de fino, sino de poder: "¡Hemos vuelto a ganar las elecciones en Madrid!". Pero antes no las habían ganado. Por eso, quizá, para desviar la atención de la mentira ejecutó unos saltitos joteros.

Volvimos entonces a los cuarteles de otoño. Hechos al impecable sonido transmitido desde Génova, nos chocó que en la sede de IU los técnicos no se dieran cuenta, qué despiste, de que había un micrófono abierto en la sala donde hablaba Fausto, lo que impedía oír bien sus palabras (acertamos a distinguir "recuento", "datos", "lamentable") y causaba gran sensación de caos. Los desórdenes comunistas, vive God. Estábamos en Telemadrid. Pero fue una retransmisión corta, digamos que directamente proporcional a los escaños logrados: en esa matemática, las cadenas públicas son irreprochables. Y nos llevaron a Ferraz. Zapatero hizo un posado, muy forzado, y nos servimos más reposado, sin esfuerzo alguno: otro culín. Declaró que era un demócrata y felicitó a Esperanza. "Lo único que cabe decir", dijo, "es que el PP ha ganado las elecciones". Pero el pe ese o e (que diría Urdaci) había insistido en que las elecciones del 25 de mayo le fueron robadas, así que no hubo concordancia semántica con el líder. Después se dirigió a su electorado a lo Jesulín Austen, dándole las gracias "en dos palabras: orgullo y comprensión". Y nos pasaron con Simancas: a los gritos de "presidente, presidente" (la concordancia semántica), se despedía, traje negro, rodeado de sus fieles, trajes negros. Alguien advirtió que recordaban a un cuadro de Solana y quisimos reflexionar sobre una cuestión de estética. Pero no quedaba una gota de tequila, vaya por God. Ni un culín.

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