Rapsodia cultural
He leído en unos papeles oficiales que el consumo cultural de los españoles se ha disparado en los últimos años. No es una noticia para enaltecer el espíritu (pese al crecimiento sostenido, seguimos estando en el furgón de cola de la Unión Europea), pero al menos sirve para dar fe de las pautas de consumo nacional y del papel que los hábitos culturales tienen en los presupuestos familiares en euros y señales.
En ese peso creciente de la cultura que me proporciona la memoria del Consejo Económico y Social (CES) retengo dos cuestiones de hondo calado filosófico. En primer lugar, el hecho de que el consumo cultural se haya incorporado como factura en la cesta de la compra. Al igual que sucede con las verduras y el marisco, la cultura se come una parte importante del presupuesto familiar (con el peligro de producir los mismos trastornos gástricos). Los españoles se acercan al quiosco en busca de prensa (deportiva) y van al cine (fin de semana), dos facturas altas del consumo cultural, con el mismo comportamiento lúdico que cuando van de tiendas. La cultura del ocio, convertida en una mercancía indeterminada que añadir a la cesta de la compra de las grandes superficies comerciales especialistas en ti. El acto de comprar como acto atávico, que diría ese ilustre pensador al que le gusta marear la perdiz llamado Sánchez Ferlosio (Non olet).
La cultura vive días de languidez y apatía. Los candidatos deberían colocarla fuera del tutelaje político
La segunda cuestión que retener es que los del CES consideran probado -y naturalmente exultante- que el consumo cultural se adecua a "la idea del espacio doméstico en el disfrute del tiempo libre". Eso significa que los hogares españoles se equipan con bienes y servicios -léase aparatos- para satisfacer sus inquietudes culturales at home. La inercia domiciliaria, ya prevista por Virilio, convertida en atmósfera natural y sin esfuerzo para recibir el gran almacén del espectáculo llamado televisión, ese enorme basural donde reina lo minúsculo y lo insignificante, la peripecia y la impostura. En definitiva, la cultura como atracción para hemópatas y zapadores, ambos programados en sesión continua con las leyes de la Vulgata, dotados de una atención flotante y un metabolismo en el que todo cabe, justamente porque viven enganchados a un gesto voyeur que responde a la más absoluta indiferencia.
De manera que esta palabra fetiche a menudo privada de resonancia, cultura, vive atornillada entre dos fórmulas disciplinarias: la cultura mediática, ese espacio del espectáculo ínfimo, fomentador de todas las simplificaciones pero de reconfortante benevolencia social (siguiendo la ecuación de a mayor espectáculo, menor compromiso). Y la alta mercancía cultural, ese "recurso a la cultura" a que hace referencia George Yudice como algo integrado en el aparato productivo. A modo de coartada administrativa para macrooperaciones empresariales, protocolo edulcorado de merchandising, jactancia publicitaria ajena a cualquier desafío que no sea la vitrina. Me temo que entre la tienda de los horrores todo a cien y la cultura despilfarro con tarjeta de crédito apenas quede lugar para la disidencia y el pensamiento crítico. Fuera de estos dos parques temáticos con las cartas y las audiencias marcadas, las luces se apagan.
En estos días de campaña electoral, todos los líderes parlamentarios catalanes se reúnen con el mundo de la cultura para regarles los mofletes con cava y pedirles el voto. Ya sé que en el fragor político de las elecciones no caben grandes debates sobre producción y gestión cultural, ante la presión de otros asuntos más trascendentales, como la selección andorrana y el regadío del Ebro. Pero convendría que unos y otros se enteraran de que el mundo de la cultura vive momentos de languidez y apatía. A
costa de encontrarse día tras día con puertas blindadas, recortes presupuestarios, sorderas para todo cuanto no implique grandes ruidos, amén de las numerosas y agresivas censuras del mercado, el agente cultural ha terminado por convertir su indigencia en puro descreimiento. Más allá de experiencias singulares extraordinariamente ricas, me remito a una desazón general que hoy parece incuestionable. Algo, por lo demás, que comulga con el pragmatismo y la inanidad de la vida pública en todos sus frentes.
Los pactos y programas culturales gestionados desde el poder han sido siempre páginas borrosas para disimular la incapacidad y engordar el clientelismo. La creación cultural es un asunto que debería situarse fuera del tutelaje político y a contracorriente del proceloso mercado de valores. Entre nosotros esta distancia puede sonar a música celestial, tal como están el patio político y el Fòrum del Besòs, pero parece más necesaria que nunca para que la cultura vuelva a decirnos algo radical frente a lo políticamente abreviable y para impulsar el debate crítico entre los propios agentes culturales y la sociedad civil fuera de toda promiscuidad consensuada. Necesitamos una disposición crítica activa para apearnos de un carrusel que decreta el culto a la vulgaridad y la "transfiguración de lo banal", por utilizar el título de Arthur Danto, como el único y gris horizonte del arte y la cultura contemporáneos. Tensar el discurso frente a dispositivos de representación que sólo viven de lo visible y sus hipnosis, y despegarnos de esta especie de embudo moral que impone un complaciente espectáculo de conductas en nuestro universo cotidiano. Ya sé que mantenerse dentro de lo problemático y en estado de tensión no conduce a los altares, pero cosquillea el bajo vientre con mayor intensidad que las euforias de payasos y charlatanes que diariamente nos acechan justamente porque se sienten de sobras y no saben dónde ocultarse.
Domènec Font es profesor de Comunicación Audiovisual de la UPF.
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