El seductor
Es un tipo de madrileño en período de extinción y quizás no merezca el menor esfuerzo conservarle. Ha sobrepasado los setenta años, aunque hace lo posible por disimularlo, entregándose con fruición a toda clase de operaciones, tanto faciales como indumentarias. En verano, lleva camisas floreadas o de tono fresa descarado, conjuntándolas con pantalones burdeos. Pasada la canícula suele vestir traje completo, en el que destacan una corbatas que no se hubiera puesto ni un cura progre de los años 70. Tiene -no puede negarse- buena planta e inmejorables relaciones sociales. En el dedo meñique, un anillo con escudo nobiliario de dudosa adjudicación. Un dilatado entrenamiento en la ociosidad, un título universitario y cierto éxito con las señoras, cuya conquista ha constituido el fin primordial de su existencia. Veraneo en Biarritz, viajes a Londres, una semanita en Venecia. Sigue un rigurosísimo régimen de adelgazamiento que ofrece al espectador imparcial unos mofletes y una sotabarba fláccidos y la indisimulada barriga, más producto del normal deterioro de la anatomía que de otra cosa. Bebe con moderación, hace años que no fuma y administra con severidad las rentas de las que vive y que van perseguidas por el desenfreno del índice de precios al consumo. Quiere aparentar 30 años menos de los que tiene, opinión que no ha sido compartida con nadie.
Un donjuan del barrio de Salamanca, de quien no puede decirse que haya hecho mal a nadie, al menos voluntariamente, ni siquiera cuando, recién obtenido el título de abogado, defendió, de oficio, a un desdichado a quien por poco encierran de por vida, a causa de un delito menor. Colgó la toga que, afortunadamente, era alquilada.
Nunca presumió de éxitos amorosos, pero procuraba que sus amigos y conocidos le vieran, en público, acaramelado con cada una de sus innumerables conquistas. Si no se entera la gente, ¿para qué tanto esfuerzo?. Entró en su campo visual -y en el de todos los que somos sus eventuales contertulios- una bella dama, de unos 35 años lucidos y sazonados, bien vestida, discreta y eficazmente maquillada, sobre la que concentró sus postreras energías seductoras. Copas, flores, almuerzos, cháchara intrascendente y respetuosa, acompañamiento a conferencias, conciertos, exposiciones, en fin cuanto forma parte de un ortodoxo cerco amoroso delicadamente conducido. Algo muchas veces experimentado, pero nuestro amigo quizás era consciente de que se trataba del postrero canto de un cisne envejecido. Atenciones, cotilleos, prudencial distancia eran el fruto, el corolario de una larga vida dedicada a la conquista de la mujer. Cuáles hubieran sido las valiosas piezas cobradas era algo que no traspasaba su infranqueable discreción, facultad siempre positivamente evaluada por ellas. Con un instinto casi infalible, se dedicó a las mujeres casadas o en trámite de separación o divorcio. Lo único que no estaba dispuesto a sacrificar era su acreditada soltería con mujeres libres de ataduras, célibes o viudas, además de no contar con bienes para compartirlos con otro consumidor. Pero su tacto, cortesía y solicitud casi siempre daban el fruto apetecido.
La señora estaba ligada, según pudimos deducir los conocidos, cuando, algo alejado de la barra, se sentaba con ella, en una mesita del bar cafetería. Al fin le invitó a su casa.
-Ponte cómodo, sírvete un whisky -dijo la amable anfitriona, desapareciendo en el interior de la vivienda.
Se instaló en el bien decorado saloncito, un vaso en la mano, tintineando el hielo, náufrago de una marca conocida escocesa, con el dedo pequeño, el del anillo, alzado. Volvió la anfitriona zarandeando a un niño de diez u once años, hosco y enfurruñado. Era su hijo, a quien increpó.
-Mira, Borjita. Si no comes como es debido acabarás convirtiéndote en una birria, como este señor. Anda, salúdale, vuelve a la cocina con la tata y termina tu cena.
Desapareció el crío, sin levantar la vista del ámbito en que movía sus zapatos y la mamá estuvo luego muy amable y afectuosa con el pachucho Casanova que, desde ese momento en adelante, se comportó tal que un viejo y lejano pariente dispuesto a llevar a cabo cuantos recados y encomiendas le hiciese aquella hermosa dama. Como dijera el comediógrafo Marcel Achard, el hombre persigue tenazmente a la mujer hasta que ella le atrapa. En este caso tuvo suerte, porque su presunta víctima resultó ser una emprendedora madre soltera, con planes muy precisos.
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