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Columna
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La ristra de ajos como remedio

Hoy podría resumir mi visión del estado actual de la democracia (ampliamente) española recurriendo a una imagen gótica. Al clásico escenario con verja oxidada, sendero desdibujado y cundido de maleza; y al fondo, el caserón en ruinas. Todo condimentado con ráfagas de viento y un rítmico ulular de lechuzas que, como ya se sabe, son las rapaces propias de lo oscuro.

Pero para que sea completa, a esta visión tengo que añadirle la frustrante sensación de que la casa, la mansión democrática ha sido abandonada en este país sin auténtica ocupación previa, sin vida interior. O de que se abandona con la facilidad que estamos viendo, precisamente por eso, porque nunca ha sido habitada realmente.

Nunca han sido ocupados, como es debido, los cimientos del respeto plural, los salones de los principios, las alcobas de las libertades, los aireados desvanes de las garantías. Ni la cocina, que es donde se entiende de qué están hechas todas esas cosas; donde se aprende a apreciar su sabor y a manipularlas para que no pierdan prestancia y no se pudran.

Se mire por donde se mire, a nuestra vida pública se le ven los derrumbes y los zarzales. La degradación y la confusión en los conceptos, los valores, los compromisos, las ac/ptitudes y los tiempos. Ya no se sabe quién es verdaderamente quién; qué es esta apariencia de cómo; qué edición ininteligible del diccionario utilizan tantos altavoceros de lo político. Y sobre todo, ya no está nada claro a qué tiempo nos remite el decir "ahora".

Es más fácil hacer diagnósticos aunque sean buenos que proponer remedios incluso malos. A casi todo el mundo se le da mejor. Es natural, la vida es un evidente y permanente desequilibrio entre los datos y las ideas. Es natural, aunque poco reconfortante. A mí también me gustaría tener más soluciones y menos aprensiones frente a este panorama tan desolador que parece el pueblo de las películas del conde Drácula: gente desconcertada, desamparada; y unas pocas lucecitas aquí y allá -destellos de lucidez, de cordura civil y de distancia crítica- que ahoga la sombra amenazadora y apabullante del castillo.

Me gustaría tener más soluciones y menos metáforas. O por lo menos la metáfora de alguna solución. Pero sólo encuentro, dentro de mí, un resto de respuesta (que a lo mejor a estas alturas ni tan siquiera es convicción sino fe). Sólo un rescoldo de ilusión, en los sentidos mixtos que cualquier diccionario vigente incluye. Es decir, una especie de confianza real-fantasiosa, o ciencia-ficcional, en lo de siempre. En el remedio más típico, en el más antiguo. Como si dijéramos en la ristra de ajos que la sabiduría popular pone en las ventanas, desde hace siglos, para librarse de la influencia de los vampiros. (Existen otros métodos también tradicionales y más drásticos. Los omitiré porque, como se nos recordaba aquí sabiamente, hace poco, la literalidad ambiente aconseja tentarse las metáforas).

Confío en la movilización de la sociedad. ("Y saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza", escribió Juan Rulfo). Confío en la energía, en la valentía y en la determinación que las sociedades encuentran dentro de sí mismas para aplicarlos a las circunstancias más extremas, a los accidentes, a las catástrofes. En momentos así, todo el mundo distingue los artículos de primera necesidad. Y el orden de los factores que altera radicalmente el producto. Todo el mundo comprende el sentido de lo prioritario y de lo urgente. Y todo el mundo acude, con esa claridad, al rescate.

Propongo, en consecuencia, que declaremos el estado de emergencia democrática. La zona catastrófica de nuestra vida pública. El terremoto de los valores de la convivencia civilizada. La inundación o el incendio de los fundamentos, más que de la constitucionalidad del constitucionalismo. Para ir así, con esa mentalidad, a su rescate.

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