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Columna
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La zarpa de Zaplana

En la alcaldía de Benidorm, Eduardo Zaplana era una incertidumbre espumosa que rebosaba los bordes de la Serra Gelada, con el glamour del cadete de la UCD, las ofrendas a la sacerdotisa que lo elevó de rango, y las manos repletas de incienso y púrpura, para un turismo de jubilados, vendedores de pólizas y herejes. Y aunque no tenía el certificado de ningún augur, confiaba en sus sucesivas existencias. Por entonces tenía una sonrisa encantadora, la labia fluida y las ideas diáfanas: la política sucumbía bajo las pezuñas del mercado, y el mercado era la teogonía de la modernidad, un pastón en el paraíso y un elegante coche rodando por la autopista. Se coronaba con los laureles de un fino liberalismo y le decía al cronista que sí, que había que ejercer la crítica, que la crítica era muy saludable para el poder, y que el poder ya sabría muy bien cómo tratarla. Eduardo Zaplana aún parecía uno de aquellos jóvenes de los de servir a Dios y a usted. Eduardo Zaplana se erigía en la viva encarnación de una derecha a la europea, es decir, abierta al diálogo, a la tolerancia, a la moderación y a la controversia civilizada. La venganza no era una golosina de las divinidades, sino un síntoma, más que cainita, de escasa urbanidad. Pasmó a más de uno.

El cronista viendo lo que se ve, ha llegado al convencimiento de que la evolución de la especie aún no se ha cerrado: quedan las manos, y las manos son un problema y un emblema. Un emblema desde que las zarpas del primate elaboraron las más elementales herramientas; y un problema desde que el sujeto del Neanderthal no sabiendo donde meterse las manos, que siempre tienen un acomodo, le dio por meterlas en la escudilla del vecino, a pesar de los progresos de la antropología, o en la empuñadura del látigo, o del fusil, o de la pluma de firmar sentencias o en el lápiz rojo de la censura, o en los maletines que pesan como ladrillos, aunque vayan a reventar de euros. Y cómo se choricea con las manos y con la influencia del poder, que llega de las urnas o del dedo. Por eso es bueno que se vigilen las manos de los electos y de los digitalizados. El cronista no cree en la quiromancia, pero por esas manos y algo de aritmética se conoce cómo anda la economía del país y la economía de quienes lo gobiernan o lo desuella. Aquellas manos de incienso y púrpura del alcalde Eduardo Zaplana, se hicieron, ya en la presidencia de la Generalitat Valenciana, más amplias, más largas y más rápidas que la vista: olían a cemento y a caja fuerte. Y junto a las manos, la voz se le engoló. El proceso no cesa, y de ministro de Trabajo, en la Corte, la voz de Zaplana chirría cuando descalifica a los gays y lesbianas, que quieren casarse en Madrid y Valencia, y no tiene empacho alguno en calificar sus pretensiones de folclóricas y esperpénticas, lo que ha movido a los respectivos colectivas y a la oposición a recordarle sus muchos destinos e intransigencias, y su papelón actual. Si Zaplana instalado en su Ministerio, aún se obstina en alargar la mano hasta la Comunidad Valenciana, con la pretensión de prohibir un libro, de impedir un matrimonio o de guardarse el sillón, estamos apañados: es que la evolución de la especie es reversible. Y ya quedan pocas teclas para que las toque tanta y tan insaciable zarpa.

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