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Mi querida radio

Estoy muy agradecido a la Universidad Autónoma de Barcelona, a la Cadena Ser y al Grupo Santillana por haberme elegido para hablar en este acto tan emotivo para mí, y tan importante para ustedes, queridos amigos y compañeros de profesión. Se inaugura la segunda edición del Máster en Dirección y Gestión de Empresas Radiofónicas, donde se procederá a la entrega de títulos a los 64 alumnos de la primera promoción.

A lo largo de este curso habéis aprendido y aprenderéis a considerar la radio como una empresa, habéis conocido y conoceréis métodos y sistemas para optimizar recursos, fijar objetivos, rentabilizar inversiones, en definitiva, gestionarla mejor, profundizando en las posibilidades de este medio. Estoy convencido además de que además de estas indispensables lecciones teóricas, habéis aprendido y aprenderéis también la primera lección de todo empresario: el amor a su empresa. Solo así podréis ser osados, afrontar los riesgos, aceptar los retos, y añadir a vuestros conocimientos esa sobredosis de esfuerzo, entrega y pasión que caracteriza a todo aquel que está enamorado de su trabajo.

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Permitidme, por tanto, que estas palabras más que una lección de un veterano, sean una declaración de amor. Amor a una radio que me robó el corazón, desde aquellos años, ya lejanos, en que con pantalones cortos, hacía mis primeros pinitos cargado de un magnetofón casi tan grande como yo.

A lo largo de su historia, la radio ha contado con una corte de especialistas que han intentado profundizar en su esencia y definir su auténtico perfil, sus personales señas de identidad.

Unos han destacado su espontaneidad e instantaneidad, la agilidad de un medio que puede estar narrando la noticia en el mismo momento en que se está produciendo.

Otros han señalado esa capacidad que tiene la radio de hacerse tan necesaria como compatible. Necesaria por su valor de compañía, pues sin la radio el oyente se siente muchas veces solo y aislado. Y a la vez, compatible, porque le permite realizar perfectamente su actividad sin dejar de escucharla.

Hay teóricos, que aún valorando estas cualidades anteriores, se han interesado por su interactividad, que convierte a la radio en un medio de dos direcciones, en un medio de relación, como profetizaba el dramaturgo, y a la vez guionista de radio, Bertolt Brecht, cuando la radio aún no había dado ese paso adelante. Pero ahora con el desarrollo de la telefonía, y sobre todo de la telefonía móvil, y los avances en la libertad de expresión, la radio convierte los teléfonos en micrófonos, y no solamente emite el mensaje de los comunicadores sino que da paso a las respuestas de los oyentes que pueden intervenir allá donde se encuentren, reformando el mensaje unidireccional de la radio.

Otros tratadistas, englobando todas estas cualidades, han fijado su atención en el poder de convocatoria de un medio que, aunque por esencia está falto de imagen, gracias a su imaginación y a su creatividad, ha quebrado por su base el dicho de que una imagen vale más que mil palabras y lo ha convertido en un sofisma fácilmente desmontable. La radio ha sabido adaptarse al terreno y convertirse en un espejo fiel de la vida misma. Su mensaje es un trozo de vida, un "bocadillo de realidad". Y eso ha sido gracias al mágico poder que tiene la palabra, la cercanía de la voz humana, que rompe distancias, que acerca lo más lejano, y que saltando cualquier tipo de barreras, "enciende" la radio, la convierte, como diría Mac Luhan, en un medio caliente, donde se propicia el encuentro de persona a persona.

Aceptando en todo su valor, toda esta anterior disección, la radio, para los profesionales que la vivimos, la disfrutamos y a veces la padecemos cada día, es mucho más. Para muchos compañeros, la radio es un virus tremendamente contagioso, una droga poderosamente adictiva. No pueden vivir sin ella. Necesitan su dosis de radio, y la contagian a todos los suyos. Hablan radio, comen radio, respiran radio, duermen radio, sueñan radio. Por eso mi insistencia en afirmar que la radio es un acto de amor. Amor en toda su plenitud. La radio es emoción y reflexión, es atracción y contagio, es exigencia y posesión. Y eso lo saben bien quienes ingresan en nuestra profesión, estén o no estén ante un micrófono. Inmediatamente la radio les hace saber que es una amante celosa y acaparadora. Dicta sus condiciones y plantea sus exigencias: O se la quiere por encima de casi todo, o ya pueden buscarse otra forma más tranquila de ganarse el sueldo. La radio es así de dura y de maravillosa. Más que profesión es pasión, más que labor es amor.

Tal vez sea ese el secreto de su constante juventud. Fausto hizo un pacto con el diablo para ser joven, la radio lo ha hecho con la actualidad, su discurso es el discurrir de la vida. La radio es joven en la medida que se estrena cada mañana, que vive el presente con la misma intensidad de las olas que azotan la playa, y escribe en el aire un mensaje efímero que tiene la misma duración que el escrito en la arena barrida por las olas. La radio es un escrito a cada instante, que a cada instante se renueva. Renovarse o morir. La radio se renueva, luego no muere. Es centenaria y parece una chiquilla.

Si la radio es un trozo de vida, necesita también, como la vida, una atmósfera, un oxígeno. El oxígeno de la radio es la libertad. Máxima libertad, dentro de la máxima responsabilidad. Con la libertad, la radio se hace adulta, recupera su derecho a la información y a la libre expresión de las ideas, y experimenta un resurgir extraordinario.

La libertad es un bocado de difícil digestión para el Poder. Hubo mucho poder que interfirió en la radio a lo largo de su historia, considerándola como la cenicienta de los medios de comunicación, la chica para todo, sumisa, discreta, pobre, callada. No era una empresa libre. Estaba condicionada y a cambio, recibía las migajas del banquete publicitario. Y estaba condenada a un implacable dilema: O se convertía en la Voz de su Amo, o la convertían en la Tonta del Bote. La radio ha vivido tiempos duros de censura y mordaza. Pero aún así, en esa edad de hierro, aprendió la difícil asignatura de trabajar contra viento y marea, soportó y salió indemne de su travesía del desierto, posibilitó la existencia de generaciones de profesionales que se curtieron en los mil frentes de la comunicación y aprendió a prepararse para el gran lanzamiento que supuso la llegada de la libertad de expresión. Cuando la radio española pudo informar sin trabas, se encontró con una infraestructura amplia en número de emisoras, y con una población habituada a escuchar la radio, y sobre todo, y lo que es más importante, habituada a elegir. Con este aprendizaje, la radio ha sacado matricula de honor en competitividad. No todas las empresas lo han conseguido. De ahí su renacimiento, su crecimiento, y su poder de convocatoria, cuando por fin pudo ser fiel a su vocación de libertad.

La libertad es el oxígeno de la radio. ¿Y su alimento? La radio se nutre de la palabra, la palabra en libertad, es como el campo: no se le pueden poner puertas. Hay quien afirma que la radio no debe opinar, debe limitarse a la información pura y dura. Y esa es otra forma de cercenarla. La radio reivindica su derecho a la opinión, a la crítica, al debate, a la circulación libre de las ideas. La radio apuesta por la palabra que informa y comunica, que distrae y divierte, que inquieta y zarandea, que entretiene y alegra. La palabra, la bendita palabra, que puede sacarnos de nuestras casillas, y puede sacarnos la mejor de las sonrisas. La palabra que nos hace más ciudadanos, más tolerantes, más democráticos, más plurales. Es entonces cuando la radio se convierte en una auténtica plaza mayor diversa y mestiza, donde el contraste de pareceres se plantea, libre y responsablemente, donde la espontaneidad convive con el rigor, y la improvisación con la planificación detallada. Un escenario de debate, un consultorio donde la gente estrena su civismo y plantea sus cuestiones.

La radio es una apuesta por el inconformismo. Le gusta plantear cuestiones, emitir interrogantes, buscar entre todos la verdad de todos. Y por eso pregunta. La radio, como la Universidad, es una fábrica de preguntas. El comunicador pregunta, y pregunta mucho a lo largo de su programa: el invitado responde. El oyente escucha. Pero llega un momento en que todos intercambian sus papeles. El oyente opina, el invitado pregunta, el comunicador, escucha. El oyente pregunta, el comunicador responde, el invitado, escucha.

Pero esta empresa llamada radio tiene en su seno una poderosa vacuna contra todo tipo de vanidades. En su fuerza está su fragilidad. Porque su fuerza no es suya, es prestada. Son los oyentes quienes la dan, y de la misma forma que la dan, la quitan. Con la radio no se juega. Y en la radio tampoco se juega. Un profesional de la radio no puede ser frívolo, ni siquiera dando noticias frívolas. Porque resulta que los oyentes creen en uno y confían en uno y eso marca un rumbo, plantea unas exigencias, propone una forma de ser y de hacer radio destinada a merecer cada día esa confianza y reconquistarla día a día. Transformar lo cotidiano en maravilloso, la monotonía de la costumbre en la ilusión de la primera cita. Tal y como lo exige el amor.

Se ha hablado de que la radio ha crecido gracias a las grandes estrellas, y que éstas se han alzado a costa de la radio. Nada más falso. No es la primera vez que afirmo que quien se cree estrella de la radio corre serio peligro de acabar estrellado. Podemos contar con el mejor equipo, con los números uno del periodismo, de la opinión, del humor, de la psicología, de la medicina o de la historia. Pero si acceden al micrófono con la aureola o la presunción de sentar cátedra, no triunfarán, porque no comunicarán, no extenderán su mensaje hacia unas capas del público a las que normalmente no captan. Por tanto, si hay una auténtica estrella en la radio, es precisamente el oyente. Y es el oyente, quien a través de los cauces de participación permanentemente abiertos, dará su refrendo o motivará su exclusión. En la radio hay siempre un micrófono abierto para quien tenga cosas interesantes que decir, y las diga según las reglas democráticas: este es el único carnet que acepta, la única ideología que considera.

El siglo XXI es la culminación de lo que se ha gestado en el siglo XX: vivimos en la era de la comunicación. La Comunicación es poder, y dentro de nada, será El Poder, con todas las mayúsculas del mundo. En estos momentos, vivimos en estado de obras. Se están construyendo las autopistas de la comunicación, cada vez más anchas, cada vez más rápidas, y con más posibilidades. Se ha cumplido la profecía que convertía el planeta en una aldea. La aldea global será cada vez menos aldea, será una calle. El sonido magnético y la imagen electrónica, han dado paso al sonido y a la imagen digital. Con el advenimiento de la radio digital esta posibilidad se acentuará. Hemos ampliado la cobertura, hemos perfeccionado el sonido. El teatro ha mejorado espectacularmente su acústica y ha ampliado su capacidad. La radio técnicamente ha cambiado, y cambiará mucho más aún. Esto nos lleva a cambiar nuestra forma de entenderla.

Pero no nos dejemos alucinar. Apabullados por el desarrollo espectacular del continente, podemos olvidarnos que lo esencial es el contenido. Es como si en un congreso de enología, los participantes en vez de catar los vinos, analizaran exclusivamente el diseño de las botellas. Como verán, no estoy de acuerdo con Mac Luhan, y su frase "el medio es el mensaje". Y no es porque no tenga un punto de razón. Desgraciadamente para los profesionales de la comunicación en general y de la radio en particular, en muchas ocasiones el medio es el mensaje, y por culpa de nosotros, los profesionales. Porque nuestra obligación es exactamente todo lo contrario, conseguir que el mensaje siga siendo el medio. Mañana podemos tener una radio superdigital y a la vez tremendamente aburrida. No nos engañemos: el poder de la radio no viene de su tecnología, sino de su riqueza humana. La fuerza no la da el chip, la damos nosotros, nuestra independencia, nuestro instinto de buscar los asuntos que realmente interesan, en definitiva nuestro amor a esta empresa llamada radio. San Agustín tenía una frase en la que resumía toda una vida: "A la caída de la tarde te examinarán de amor". La radio se ha salvado en este país porque ha habido una generación de profesionales que la ha amado por encima de todas las cosas y ha puesto todo su empeño en ello. Espero con mucha fe que en los próximos años, las nuevas generaciones, vosotros, compañeros, recojáis el relevo y continuéis impulsando la radio, como la más extraordinaria y fantástica de las empresas. La empresa de comunicarnos y entendernos los unos a los otros, la empresa de seguir haciendo de la radio un foro de libertad donde nacen las palabras, se acunan las ideas, y se desarrolla la convivencia: en definitiva, la empresa de llevar adelante un medio de comunicación profundamente humano.

Como en toda relación de ida y vuelta, el profesional de la radio, incluidos quienes por vocación y obligación vais a gestionarla, tenemos que aprender a ser oyentes. Hemos de hablar menos y escuchar más. Escuchar la voz, que nos llegará nítida, de la gente que nos sigue. Evaluar sus opiniones, contrastar nuestras ideas con las suyas, para cumplir con nuestra obligación principal, que se resume en una palabra: credibilidad. Sin la credibilidad, aunque viajemos por las autopistas de la comunicación, perderemos audiencia a la velocidad de la luz.

La credibilidad no nos la regalarán las nuevas tecnologías. La credibilidad es tan antigua como la primera comunicación humana, la que se hacía boca a boca, de persona a persona. La credibilidad vendrá dada exclusivamente por la identificación. Si queremos conseguir identificarnos con quien nos escucha, esto nos obliga previamente a ponernos en la piel del oyente, a pensar como él, a preguntar lo que quería preguntar, a interesarnos por los asuntos que le interesan. Decía el filósofo francés Montaigne que la palabra pertenece por igual, mitad y mitad, al que habla y al que escucha. El protagonismo de la comunicación, no sólo reside en el comunicador, también en el receptor, y sobre todo el grado de identificación que haya entre ambos. De ahí que el profesional de la comunicación, y más en los tiempos que vienen, no sólo intente captar el interés del oyente, sino además busque su implicación, su complicidad. Una empresa con éxito es la que promueve la fidelización. Las nuevas tecnologías pueden hacernos caer en un espejismo: captar una audiencia coyuntural, inestable, que navegará sin rumbo fijo por las autopistas de la comunicación, seducido por las múltiples alternativas. Es un error: la radio ha de potenciar cada vez más en una relación estrecha con el oyente para captar su fidelidad. La radio que yo amo, es la que convierte al oyente ocasional en oyente fiel y convence al oyente fiel y lo hace miembro de su consejo de redacción.

Es entonces cuando este acto de amor, que es la radio, encuentra su recompensa, cuando esa voz que habla en un estudio radiofónico no es una voz que clama en el desierto, o se pierde en el incesante tráfico de las ondas, sino que encuentra multitud de voces amigas, voces hermanas, que hablan el mismo idioma, comparten el mismo lenguaje, son propietarios al cincuenta por ciento de la misma palabra, según la frase de Montaigne. Porque de la misma forma que se suele decir que la obra de teatro surge en el momento de la representación por el contacto entre el autor, los actores y el público, y hay tantos Tenorios, cuantas representaciones se den de él, así también se puede decir que la radio encuentra su plenitud en el momento en que el comunicador y el oyente entran en diálogo.

Lo de menos, tal vez sea la fórmula, que es fácil de encontrar y más fácil aún de copiar. Lo más comprometido es el fuego apasionado que nos lleva a una tensión continua, a un estado de creatividad constante, a un inconformismo radical, que nada da como perfecto, que nos obliga a pensar en el reto del día siguiente, nada más terminar nuestra singladura cotidiana. El fuego que se exige también a todo gran empresario. El amor a su empresa.

Los griegos acuñaron la palabra entusiasmo, para definir una especie de arrebato. Se llamaba entusiasta a quien había sido raptado por un dios. La radio, como yo la entiendo, participa de ese rapto y de ese arrebato. Gracias a ese entusiasmo desmedido, se puede decir con fundamento de que todo puede convertirse en radio. Ya lo dijo un estudioso del medio: "la radio es el único medio de comunicación masiva que resulta imposible de detener. Por ello es el arma más poderosa". En eso la radio coincide con la poesía, ambas son un "arma cargada de futuro". Y con ese entusiasmo que prodiga todo enamorado, estoy convencido de que si este siglo es el de la comunicación, también se puede decir que es el siglo de la radio. De vuestro entusiasmo y vuestra dedicación depende que lo siga siendo.

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