Europa se la juega en dos frentes: mapas y leyes
Un territorio sin Constitución no existe políticamente. Un territorio sin infraestructuras no existe económicamente, ni siquiera físicamente en el sentido cabal de la palabra, porque no está conscientemente vertebrado.
Europa va a tener Constitución. Y paralelamente, por encargo de la Comisión Europea, va a tener un programa de enlaces transfronterizos para vencer las grandes barreras naturales: Alpes, Pirineos, Balcanes, mar Báltico...
Esto va en serio. Lo que hasta hace poco ha sido un lento proceso de aproximación entre países se está convirtiendo en un procedimiento voluntarista de creación de algo más que un espacio: un territorio con ley propia y con política propia de comunicaciones interiores.
La trascendencia de estos avances para España y para nuestras comunidades autónomas es muy considerable, qué duda cabe.
Con el objetivo de discutir de todo ello se reúne, el día 20, en Barcelona un grupo de personalidades europeas.
Karel van Miert, ex comisario de Competencia, y encargado por Romano Prodi del dossier de infraestructuras transfronterizas, será el ponente sobre el mapa de esa Europa consciente y voluntarista, en sesión que presidirá el ministro de Asuntos Exteriores de Grecia, Giorgos Papandreou.
António Vitorino, ponente de la Convención Constitucional, lo será en Barcelona sobre el impacto del nuevo texto en las constituciones nacionales y en los estatutos regionales.
Los objetivos de la propuesta Van Miert, como explicaba Joaquín Estefanía en estas mismas páginas el pasado 13 del corriente mes de octubre, casan del todo con el viejo proyecto de Jacques Delors de grandes inversiones europeas. Un proyecto que el pesimismo económico y el predominio de la derecha en las elecciones europeas envió al desván. Se trata de acercar Este y Oeste, y de crear un espacio europeo efectivo, un territorio europeo, superando las barreras físicas, montañosas o marítimas.
Con una novedad: muy en lo que se podría llamar el espíritu de Lisboa, de gran ambición en los objetivos -convertir a la Unión en la primera potencia económica mundial- y de moderación en los medios, el proyecto une financiación privada y financiación pública para un total invertible de más de 200.000 millones de euros en proyectos a comenzar en su mayoría antes del 2010.
Loyola de Palacio ha declarado en torno a ese proyecto que la falta de infraestructuras le costaba a la Unión medio punto porcentual de crecimiento cada año. Será bueno que en España tomemos nota, porque de esa bajada de ritmo a nosotros probablemente nos está tocando más de medio punto.
En España hay una serie de proyectos pendientes de conexión transpirenaica, desde el promovido por Marcelino Iglesias y su Gobierno para enlazar por vía ferroviaria el área logística de Zaragoza por Vignemale con Toulouse y Burdeos, hasta el incomprensible retraso en unir mediante alta velocidad Lleida, Tarragona, Barcelona y Girona con Montpellier, Marsella y Lyón: uno de los incumplimientos más notorios de los gobiernos Aznar y Pujol. Por no hablar de la conexión en alta velocidad Almería-Valencia-Castellón-Tortosa-Tarragona, para enlazar con la anterior y crear un corredor mediterráneo España-Francia, que sólo la miopía de esos dos gobiernos ha ignorado hasta el presente: éste no está ni planteado. Del mismo modo que Francia ha descartado el crucial proyecto de lanzar una conducción eléctrica enterrada junto al trazado del AVE mediterráneo.
Hace 40 años, en su informe previo a los Planes de Desarrollo españoles, el Banco Mundial ya había insistido en el carácter primordial para el desarrollo global de la economía española de los ejes ruteros Mediterráneo (La Jonquera-Murcia) y Cantábrico (Bilbao-Behovia).
El tercero de aquellos planes de desarrollo previó, para los primeros años setenta, la creación de una serie de áreas metropolitanas, diseñadas por José Ramón Lasuén y Luis Racionero, que luego la democracia y las autonomías olvidaron. La red de áreas dibujaba un mapa de España más interesante, desde luego, que el esquema radial de Aznar.
En resumen: 25 años de democracia y autonomía no han bastado para plantear una serie de ejes y redes elementales para el buen funcionamiento de la Península. Vamos a ver si la Unión Europea nos ayuda a salir de este bache histórico. Cuando el mapa se amplía todo se ve distinto, y Europa está planteando una lógica aplastante de conexiones transfronterizas. Bienvenida sea.
La Unión Europea plantea también una lógica legal, a través del Tratado de la Constitución Europea, que asimismo nos va a afectar.
La construcción europea tiene carácter federal, independientemente del nombre que se le quiera dar. La particularidad de esa construcción es que prevé cuatro niveles de gobierno: la Unión, los Estados, las regiones y los municipios. Cierto es que la Unión, en virtud del principio de subsidiariedad, nada dice, o muy poco, de las regiones y ciudades o los municipios. Cada Estado tiene, como es lógico, su propio régimen interno.
Cierto es también que en el Tratado actual la mención, para mí tan cara, de que la Unión Europea es una unión cada vez más estrecha entre los pueblos que la forman, en la que todo se hará -se decía- como más cerca de los ciudadanos, mejor, ha desaparecido del texto propuesto por la Convención. Influido en este punto por el auge del conservadurismo estatalista que hoy por hoy domina en Europa, es mal momento para esa filosofía, para esa subsidiariedad extensiva. (Es cuestión de tiempo: otros tiempos y otras mayorías vendrán.)
Sin embargo, ninguna región, ni ningún municipio que se precie, ignora que debe estar presente en Europa si quiere maximizar sus inversiones. Es más: la Unión establece que los responsables de la transposición interior de la legislación europea son las regiones, y aquéllas que tienen Parlamento no sólo pueden, sino que deben dictar la legislación aplicativa correspondiente.
Ello es lógico en una Unión en la que determinadas regiones o nacionalidades o länder tienen mucha mayor fuerza económica que algunos de los países que la forman, y en la que, al mismo tiempo, los Estados difieren notablemente en su organización interna y en su grado de descentralización.
Una cosa es, pues, que la Unión no interfiera en la organización interna de los Estados, que pueden ser más o menos autonomistas en función de su tamaño, de sus tradiciones políticas y de su diversidad, incluida la diversidad competencial, cultural y lingüística. Otra es que esa diversidad no deba reflejarse en las relaciones entre esos niveles de gobierno subestatales y la Unión.
Una de las peripecias más divertidas de ese debate es la que tiene que ver con la asimetría inherente a la construcción europea y a las constituciones estatales. Contra lo que se me atribuye, no me gusta usar y abusar del término asimetría, por los malentendidos a que puede dar lugar. Lo curioso del caso es que en un informe interno del Ministerio de Administraciones Públicas que llegó a mis manos se rebatía la posibilidad de que una autonomía española representase a las demás en Europa -como sí ocurre en la República Federal de Alemania cuando las competencias concernidas están transferidas-, en virtud de que en este país, se decía, existe simetría entre los länder, mientras que el principio en España -argumentaba el informe- es la asimetría, y por tanto, aquí unas Comunidades Autónomas no pueden representar a otras.
Sin duda la existencia de regímenes forales y regímenes comunes en España parece abonar esa tesis, sin entrar en el hecho de que incluso dentro del régimen común existen diferencias sustanciales entre comunidades. Pero no me negarán que la incoherencia del ministerio con el discurso político habitual del Gobierno popular es por lo menos curiosa.
De lo que estoy convencido, a pesar de todo, es de que no va a ser éste el momento en que el embrollo se aclare. Admitamos que el vértigo que produce una construcción de carácter federal con cuatro niveles administrativos -como ya hemos dicho, Unión, Estados, regiones y ciudades- es considerable en el momento en que uno de los niveles (el estatal) tiene que convencer a su población de las bondades del nuevo nivel (la Unión) que estamos fortaleciendo con la nueva Constitución europea.
Si además el Estado al que se pertenece tiene dificultades para mantener su peso en la toma de decisiones prevista en ella, como ocurre en el caso de España, las probabilidades de que el nivel regional, aunque tenga competencias legislativas, vea colmadas sus aspiraciones de representación en Europa son escasas.
Sin embargo, estoy aún más convencido de que la realidad potentísima de los pueblos europeos que conviven dentro de muchos Estados, como reconocen nuestra propia Constitución y otras constituciones estatales, acabará por imponerse en Europa, porque Europa necesita más que nadie de un respaldo popular que sólo el reconocimiento por su parte de la pluralidad de algunos Estados le va a poder garantizar.
Sin duda, en Europa entramos en una nueva era. Y esa nueva era no tardará en tener que aceptar que así como los Estados Unidos de Norteamérica tienen su base en tres niveles de gobierno (el federal, el estatal y el local), en nuestro caso, en Europa, por razones históricas, geográficas y culturales, los niveles necesarios para reflejar la realidad son cuatro, y aún con diversos grados de intensidad según los países.
Pasqual Maragall es presidente del PSC.
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