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Columna
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Querido Manolo

Como los pájaros de uno de tus libros, hiciste escala en Bangkok. Pero la media sonrisa con que mirabas al mundo -una media sonrisa llena, a la vez, de amor y de pena, o sea, de ironía comprensiva- siempre estará con los que te conocimos, te admiramos y te quisimos como se quiere a un maestro y a un amigo que nunca falla. Querido Manolo, qué gran lección de libertad nos ha dado tu vida y también este último viaje tuyo a los confines del mundo. Me alegro de que pudieras ver Australia y confirmar, otra vez, lo muy distintos e iguales que somos los hombres y las mujeres en todas partes.

Tendremos que hacernos a la idea de que vas a seguir viajando y releer todo lo que tan generosamente nos entregaste de ti mismo en tus libros, artículos, poesías, entrevistas. Tú lo sabías perfectamente. Hace ya muchos años, cuando tu corazón no te había dado ningún susto, me dijiste, con tanta contundencia que no he podido olvidarlo, una obviedad terrible: "La vida es una historia que siempre acaba mal". De tal modo amabas la vida. De tal modo el realismo más lúcido presidió todo lo tuyo, incluido tu habitual mutismo, que muchos sabíamos que era pura observación, pura perplejidad, puro cariño y también rabia contenida ante la estulticia humana.

Querido Manolo, aunque sigas viajando, tu presencia sigue y seguirá entre nosotros, no sólo en todo lo que escribiste, sino en los recuerdos vivos de la muchísima gente a la que ayudaste con generosidad, como si eso fuera lo más natural del mundo. Mi primer libro, sobre un tema tan poco común entonces como la moda, se publicó, en 1977, gracias a ti y a otro amigo común, Josep Maria Carandell, que también viaja ya por la eternidad. Últimamente te interesaste por otros escritos míos de tema difícil, igual que en 1977, como si en ese tiempo la celebridad merecida que adquiriste no hubiera hecho mella en ti. Tengo un escrito tuyo para mí -el prólogo de un libro- que guardo como el oro, como testimonio de tu generosidad. Sé que muchos podrían decir cosas como éstas, sé que siempre leíste a gente nueva y abriste muchas puertas. Era un rasgo de tu carácter que da la medida de tu amor por casi todo lo que no fuera prepotencia y abuso, por eso lo destaco.

Pero hay que hablar de otras cosas que te debemos toda una generación de españoles y, especialmente, de periodistas y escritores. Tú nos descubriste, en aquella España negra, el valor de la cultura popular. Nos abriste los ojos a los síntomas y símbolos de la vida cotidiana de la gente más corriente. Lo hiciste tan bien que aquella Crónica sentimental de España fue el mejor manual de periodismo para toda mi generación: ¡al fin entendíamos algo de lo que nos pasaba!, ¡al fin sabíamos el tono que había que adoptar para que la cultura no fuera una losa paralizante! Lo mismo sucedió con Informe sobre la información, el Manifiesto subnormal y no sigo porque no cabe. Nos diste, en suma, las claves de lo que mueve a la gente, al poder, al sentimiento y a la cultura. Nos marcaste un estilo y nos ofreciste los secretos de un oficio -la escritura, el periodismo, la vida- que sin ti hubiera sido menos directo y limpio. Inventaste, con sentido común y honestidad, el periodismo moderno entre nosotros.

Y hay que agradecerte que eso lo hicieras sin exhibición, con delicadeza, con muchísimo trabajo y con una rapidez asombrosa. Muchos te vimos comer y escribir a la vez como si eso fuera lo más normal. Igual que para ti lo más normal fue siempre ser comunista sin avasallar y respetando otros puntos de vista. Nunca te creíste importante: así eras de inteligente, despreciabas la vanidad. Te quisimos y te queremos por tu testimonio y por tu lucidez. Nunca te hubieras dejado decir estas cosas a la cara: imagino ahora tu sonrisa irónica dondequiera que estés.

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