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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Solitarios

Lilian Faschinger (Austria, 1950) tiene sensibilidad para apresar las minúsculas desazones de la condición humana, esos conflictos íntimos tan secretos o tan inconcretos que a menudo ni siquiera parecen claros a aquellos que los sufren (la soledad de quienes viven acompañados, el miedo a entablar lazos duraderos de quienes permanentemente los buscan sin resultado o la infelicidad de quienes, sin conocer las causas de su descontento, no saben cómo ponerles término). Los ocho relatos que componen este volumen lo demuestran. Son historias cotidianas de seres anónimos, urbanitas desubicados, desalentados o simplemente enredados en el azaroso devenir de sus vidas, que se separan o se encuentran sin conseguir paliar con ello el vacío o la brumosa nostalgia que los envuelve y a los que la escritura de Faschinger sabe otorgar una convincente realidad. El problema reside en la falta de consistencia de la que se resienten, como meros relatos, algunas de las piezas.

DOBLES HISTORIAS

Lilian Faschinger

Traducción de A. M. de la Fuente

Circe. Barcelona, 2003

229 páginas. 13 euros

Una falta de consistencia

que no proviene de la impericia o incapacidad de Faschinger para resolverlas dramáticamente, algo que no sería prudente achacarle en vista de las muchas habilidades estilísticas que demuestra, sino del exceso de confianza con el que, al engarzar unas con otras, ha fiado su significación individual al carácter unitario del conjunto. Faschinger ha querido construir un libro de relatos que pudiera leerse además como una narración unitaria (para lo cual ha prescindido incluso de dar títulos a los relatos, que aparecen sólo numerados) y lo cierto es que no consigue ni lo uno ni lo otro, pues como conjunto narrativo carecen los distintos episodios de un vínculo en su intención lo suficientemente sólido para sustituir la ausencia de una peripecia común y, juzgados éstos por separado, adolecen de una autonomía demasiado endeble. Algunos de ellos sí la tienen, como el que hace el número cuatro del conjunto, un divertido enredo sobre la utilidad de los celos para recuperar un amor perdido, pero no así la mayoría. Más allá del recurso de que los protagonistas de unas historias reaparezcan ocasionalmente como secundarios de otras, es la ciudad de París, en la que todos los relatos transcurren, la que emerge como la única protagonista, y el retrato que de ella se pretende trazar se revela como el verdadero aglutinador de intenciones. Ocurre, sin embargo, que es París, porque se nos dice que es París, no porque se nos muestre nada que distinga el escenario señalado de otros posibles, de cualquier metrópoli en la que la mezcla de gentes de diversas procedencias y ciertos rasgos del género de vida contemporáneo favorecerían iguales descarríos anímicos que los sufridos por los solitarios habitantes de estas Dobles historias.

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