¿Sentencias pasmosas?
Hemos quedado en que en todas partes cuecen habas pero en algunas a calderadas. Entre estas últimas figura una profesión, la de juez. No nos referimos a la venalidad, con la que se topa uno en todo lugar, oficio o profesión en que es posible rendirse a su encanto. Obedece la venalidad a tantas causas que, a poco que se detenga uno a pensar saldría un catálogo.
Nos referimos a la incapacidad para ejercer un cargo, por mucha y muy buena voluntad que se le eche. La justicia linda con varias disciplinas sociales y ejercerla requiere más tino y enjundia de las que, proporcionalmente, están esparcidas entre los seres humanos. Así que, para consuelo de quien lo necesite, recordemos la simpleza y ramplonería del rey Salomón en la adjudicación de un bebé a su presunta madre biológica. Es la apoteosis del sentido común, eso que es a la inteligencia lo que la malta al café, el pan Bimbo al pan, el pescado congelado al fresco, el contenedor al contenido (caso del tristísimo condón) y un largo etcétera. Vivimos en la cultura del sucedáneo y apenas hay objeto, sentimiento, idea, acción o contemplación que escape a esta monumental estafa. ¿Puede darse algo más inauténtico que el fenómeno David Beckham? Todo un símbolo de nuestro tiempo.
Así que no se me alarmen los buenos jueces, pues a la postre estamos rindiendo tributo a su peliaguda profesión. Si todos ellos fueran buenos acapararían la parte del león de la inteligencia social, con lo que, paradójicamente, aumentaría la delincuencia, serían necesarios más jueces (pues ni siquiera bastan los que hay) y atrapada en este círculo incuadrable, la sociedad terminaría dividida en un bando y una banda. Dicho esto, preciso es reconocer que el cuerpo judicial tiene ya todo el perfil de una tecnocracia cuya actividad nos deja absortos. Solón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Crotius. Locke, Vico, Piaget, Jung, toda la neurología de nuestros días... To no avail. Renunciemos a calentarnos los cascos. Habló el tecnócrata. Y si no, ahí va un primer ejemplo. Un patibulario ata de pies y manos a su mujer, le pega una paliza, la tortura y remata el festín metiéndole en la boca una gruesa torunda impregnada de amoniaco. La infeliz entrega su alma a quien corresponda; sin alegría, es un razonable suponer. Entra en acción la justicia, el fiscal pide 19 años, la acusación particular, 20. El juez dice que con 15 basta. Es la pena mínima. (No me invento nada, nos lo contó EL PAÍS).
"No hay razón para imponer una pena superior a la mínima legalmente prevista", pues la sentencia no es "un acto de venganza, sino un acto de justicia, y suficiente justicia se hará imponiendo la grave pena que la ley señala al delito cometido...15 años de prisión son muchos años de prisión". Justicia a precios de todo a cien, no como el Altísimo, quien por mucho menos te mete en el infierno por los siglos de los siglos; y que sepamos, sin permisos de fin de semana, ni regímenes abiertos ni salsas. Justicia a peso, máximo 15 años, pero no 14 ni 16, porque este juez lo sabe todo de pesas y medidas, de venganzas y de reinserciones. Así que si alguien vuela una ciudad con todos sus habitantes dentro, merece 15 años porque 15 años de prisión son muchos años. Y como este tiempo le supone un intenso sufrimiento a la fiera y la sociedad no pretende vengarse, se adopta el punto de vista de la fiera. Bueno, nuestro gran Larra escribió en 1836, a sus 27 años y poco antes de pegarse un tiro: "...La cárcel no debe acarrear sufrimiento alguno, ni privación que no sea indispensable, ni mucho menos influir moralmente en la opinión del detenido".
Pero Larra se estaba refiriendo a la prisión preventiva, en su época un problema peor que en la nuestra. Arguye el juez de marras que el sanguinario y sádico asesino de su mujer tiene un "buen pronóstico" de rehabilitación, y tanto, que ni siquiera le retira la patria potestad de la hijita. Opino yo que la rehabilitación lleva consigo la conciencia del horror cometido y que entonces el arrepentimiento será tal que el pecador considerará justos no ya 15 años de cárcel sino también 30. De no ser así, de no inspirarse repulsión a sí mismo, de ser capaz de conciliar el sueño y a lo sumo sentirse pesaroso, suéltenle después de 15 años y lo más probable es que algún día le salga la vena y pobre de alguien, sobre todo de la hija si no ha adoptado la precaución de poner mucha tierra por medio.
Está en la mente de todos. Un traficante de drogas puede librarse de un proceso por un "defecto de forma". Un maestro palpa genitales infantiles y hace que las niñas de la clase le palpen los suyos. Eso fue calificad por la juez de "vejaciones injustas". Según el Código Penal, la vejación injusta no merece el castigo de inhabilitación, de modo que el perverso maestrillo (acusado además de malos tratos físicos a sus alumnos) ve saldado el asunto con una multa. Un padre biológico viola a su hijita de cuatro años, pero como a ésta no le han quedado secuelas físicas aquí no ha pasado nada. Un tipo tortura refinada y concienzudamente a su mujer, hasta dejarla sin vida. El juez le aplica el atenuante de ¡no ensañamiento! Violan a una chica, y ante el juez sufre una tremenda humillación añadida: no opuso suficiente resistencia. (Al parecer, en tal situación, la víctima está obligada a jugarse la vida a una carta). A qué seguir, si casos así son tan frecuentes que no pueden ser tildados de excepcionales. ¿Sentencias pasmosas? No, porque ya no pasman al más bendito.
Lo que sí hacen es infiltrar descontento, rencor y desconfianza en el cuerpo social. Un malestar más que añadir a tantos malestares. Una contribución a la enfermedad social, si se me permite; aunque hay que ser desaforadamente optimista y miope para negar que vivimos en una sociedad enferma. Pero seguiremos entonando himnos a la tolerancia sin plantearnos lo que el tal concepto significa, y en consecuencia, saber de sus límites. Aquí aún no hemos llegado a Larra ni falta que nos hace, pues era un afrancesado.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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