La vida en el siglo XXI
Kiko Amat, de 32 años, está subido a unas cajas de cerveza y tras la barra les da las gracias a los amigos y amigas que le acompañan en la fiesta de presentación de su novela El día que me vaya no se lo diré a nadie (Anagrama, 2003). Antes ha descorchado el cava y lo ha servido dejando atrás a los camareros. Desde la barra, estrecha su mano a la concurrencia y con la otra sostiene la botella espumeante. Hay un montón de gente en el bar; sin embargo, no se ve a un solo escritor. Bueno, está Kiko; pero ni uno más. Esto airea la literatura. Es lo mejor que le puede pasar a un novelista, que no le vicien el oxígeno. Los amigos del escritor Kiko Amat son en su mayoría gente que vive la vida en pop. A ritmo de soul. Algunos de ellos han formado parte de la guardia de asalto mod barcelonesa, y ahí siguen, en plena forma, acumulando vinilos y cerveza. Se han presentado en el Fantástico (en el pasaje de Escudellers) para celebrar el éxito de su amigo. Publicar un libro es aún más emocionante que grabar un disco. Al fin y al cabo, hay más grupos musicales que escritores. Traen debajo del brazo los temas que van a pinchar hasta más allá de las dos de la madrugada. Pasan por los platos, entre otros, antiguos miembros de Los Fresones Rebeldes y de TCR. Y hasta el propio autor ha llegado cargado con los discos de las canciones citadas en su libro. Esta noche Kiko viene vestido un punto Paul Weller; la verdad es que le da un aire en su elegancia brusca, con el flequillo recto, de americana y corbata, y la chapa que dice Religion is stupid. También hay algo en su novela del Weller de All Mod Cons, con esa alternancia de romanticismo y activismo político. El día que me vaya... es una desesperada historia de amor, que contiene en sus páginas comparaciones del tipo: "imposible como tener un amigo de derechas". Kiko se reclama seguidor del situacionismo de Guy Debord y cuando describe a unas cajeras del Dia no habla de malestar laboral, sino de "odio de clase". (Le pregunto y contesta: "Hay un temor general a llamar a las cosas por su nombre. La gente tiene miedo a hablar de clase. Es una barbaridad decir que la clase obrera es clase media. Es insultante"). Pero la novela cuenta, sobre todo, una historia urgente de dos enamorados, porque sabe que al final el amor es lo único que queda junto a los discos ("los discos nos salvan la vida", ha escrito). También es una palpitante novela de pandilla, donde los amigos lo son todo y se acompañan a lo largo de la vida. Miles de canciones, unos cuantos amigos y una muchacha escurridiza: no es una novela de adolescencia, ha retratado la vida adulta del siglo XXI.
Kiko Amat presentó su novela en una fiesta curiosa: no había escritores, sino sólo amigos, y sus padres. Tampoco estaba Herralde
Kiko Amat es el mayor de tres hermanos. Son de Sant Boi. Allí estudió hasta llegar a las puertas de la Universidad, pero decidió no traspasarlas. El conocimiento que él buscaba no podían ofrecérselo los burócratas de la cultura. Trabajó en la cadena de montaje de la Seat de Martorell. Luego se marchó a Londres, siguiendo una llamada que parecía llegar desde muy lejos y resulta que era la llamada de su voz de escritor. Fue en la capital británica donde empezó a escribir este libro y quizá por eso sus personajes viven en la inminencia de dejar un trabajo que les barrena la autoestima y en la necesidad de hacer la maleta de una vez por todas. Kiko pasó tres años seguidos en Inglaterra. Fue camarero, hizo encuestas para el Gobierno y estuvo empleado en la cadena de discos de segunda mano Reckless ("por favor, no me compares con Nick Hornby, allí está considerado un mirón de clase media"). Pero al final regresó a Barcelona porque sentía que era en esta ciudad donde tenía que acabar su novela, que es la historia de una partida, de una huida, y de un muchacho que se queda un poco solo (en "la pureza de lo perenne"). Acaso volvió para hacerle compañía a su protagonista; éstas son cosas que saben hacer muy bien los amigos. Kiko agotaba su contrato laboral en la FNAC cuando le llegó la carta de Anagrama donde se le notificaba que su original había sido aceptado. "Ahora me llaman mucho de la FNAC... para que les devuelva el chaleco. Me dicen que no es serio".
En la fiesta se encuentran presentes sus padres. Se les ve felices. Alzan el cava para brindar y hablan con los amigos de su hijo. ("Están radiantes. Estaban convencidos de que yo sería un completo perdedor", confiesa. Le sugiero que no se haga ilusiones. Responde con energía: "¡Hay que hacerse muchísimas ilusiones! Prefiero hacerme grandes ilusiones y pegarme luego un batacazo fuerte".) Junto a la máquina del tabaco, las chicas de Herralde han montado un pequeño tenderete donde venden ejemplares del libro. Fuman y miran divertidas a la gente. Sobre ellas se proyecta contra la pared una imagen de la cubierta. En una estantería, encima de las botellas de whisky, alguien ha puesto una Virgen de yeso y un viejo girasol. Los globos naranjas, verdes, blancos, de las lámparas dan un efecto de intimidad y mortalidad. Kiko Amat termina sus palabras de agradecimiento y se baja de las cajas de cerveza. Ha sido un discurso admirablemente breve. Un trallazo de gratitud y sinceridad. "Es una pena que se lo haya perdido Herralde", le digo. "Si hubiera venido, mis amigos lo habrían sacado a hombros".
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