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Columna
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El coste de la no reforma

La reforma es una institución exclusivamente constitucional y estatutaria. En el resto del ordenamiento jurídico no existen cláusulas de reforma. Las leyes no contienen cláusulas de reforma. Son aprobadas por las Cortes Generales siguiendo el procedimiento legislativo previsto en parte en la Constitución y en parte en los reglamentos parlamentarios y son modificadas o derogadas por las Cortes Generales siguiendo el mismo procedimiento. Lo mismo ocurre con las leyes autonómicas y con las demás normas que integran el ordenamiento.

No existe más límite para la producción jurídica que el paralelismo de las formas. Si una ley ha sido aprobada con el carácter de ley orgánica tiene que ser modificada o derogada por otra ley orgánica. Si ha sido aprobada como ley ordinaria tiene que serlo por otra ley ordinaria. Y así sucesivamente.

La reforma de la Constitución tiene costes, pero la no reforma también los tiene. Y mucho más elevados

Únicamente la Constitución y los Estatutos de Autonomía contemplan procedimientos de reforma. Y lo hacen por una razón muy sencilla. El poder constituyente o estatuyente originario, una vez que crea la Constitución o el Estatuto de Autonomía, deja de existir. En esto el poder constituyente/estatuyente se diferencia radicalmente de los poderes constituidos.

El poder constituyente no tiene réplica. La reforma de la Constitución es la manera en que el poder constituyente la crea, la manera en que el poder constituyente se proyecta hacia el futuro. En el momento en que ponga fin a mi tarea y deje de existir, únicamente se podrán introducir reformas en mi obra de la siguiente manera. La reforma es, por tanto, un límite para los poderes constituidos y un vehículo jurídicamente ordenado para la renovación del poder constituyente/estatuyente.

Esto último es decisivo. Una sociedad no puede operar de manera estable y pacíficamente ordenada si no es capaz de renovar periódicamente su contrato social originario. La voluntad de vivir juntos bajo unas mismas reglas de juego, el sentimiento de copertenencia tiene que ser reafirmado periódicamente. No basta con haberlo expresado una vez en el momento fundacional de la Constitución, sino que hay que volverlo a expresar posteriormente y de manera periódica. Sin plazos predeterminados, pero hay que hacerlo.

Únicamente cuando una sociedad hace uso de manera normalizada del o de los procedimientos de reforma de la Constitución puede considerarse que ha consolidado su forma de organización de la convivencia. Cuando no es capaz de hacerlo, es que hay algo que no va bien. Y algo importante. Una sociedad que no es capaz de hacer uso del procedimiento de reforma de la Constitución es una sociedad que ha quedado prisionera de su pasado.

Éste es un problema que hemos tenido en España desde que empezamos la construcción del Estado constitucional a principios del siglo XIX. A diferencia de lo que ha ocurrido en los demás países de nuestro entorno, en los que se ha hecho y se sigue haciendo uso de la reforma constitucional con normalidad, en España no hemos sido capaces de hacer uso de la reforma constitucional prácticamente nunca.

En los casi dos siglos de historia constitucional española únicamente en 1845 se ha hecho uso de la reforma constitucional respecto de la Constitución de 1837.

Esa reforma y la del artículo 13 de la actual Constitución para hacer posible la ratificación por España del Tratado de Maastricht son las dos únicas que hemos sido capaces de hacer los españoles a lo largo de dos siglos. Y la segunda no puede considerarse propiamente una reforma constitucional, sino un mero incidente en el proceso de integración de España en la construcción europea.

En España la reforma de la Constitución es un instituto que ha brillado por su ausencia. En ninguna fase de nuestra historia constitucional hemos sido capaces los españoles de renovar el pacto constituyente.

Nuestra capacidad de pacto parece quedar reducida a momentos concretos, en los que, por diversas circunstancias en cada caso, no hay más remedio que llegar a un acuerdo para salir de un atolladero y seguir tirando. Pero una vez alcanzado ese acuerdo, somos incapaces de renovarlo en el futuro.

El resultado está a la vista. Los españoles no reformamos la Constitución, sino que o destruimos la Constitución o cambiamos de Constitución. Y es que ésa es la alternativa a la reforma. El coste de la no reforma es o la destrucción pura y simple del régimen constitucional en el peor de los casos o el estallido de la Constitución y la necesidad de su sustitución por otra distinta en el mejor.

La reforma de la Constitución tiene costes, pero la no reforma también los tiene. Y mucho más elevados. Una sociedad no puede tener un proyecto de futuro si vive con la sensación de que está atrapada por su pasado. Ortega repetía con frecuencia la tesis de Kant de que España es el reino de los muertos, que los muertos la poseen, que los muertos la dominan. Y en lo que a nuestra experiencia constitucional se refiere, es verdad.

En todos nuestros ciclos constitucionales nos hemos quedado siempre prisioneros del pasado, del momento constituyente fundacional. En éste, que ha sido tan distinto de los anteriores desde múltiples puntos de vista, también se está repitiendo la historia en este punto concreto. Me parece que vale la pena reflexionar sobre ello.

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