Menores
Bonnie y Clyde no eran como Faye Dunaway y Warren Beatty. Hay fotos de ellos que acreditan la diferencia. Bonnie y Clyde, los verdaderos, eran dos paletos, feos, con sonrisa de dientes partidos y gesto de ignorantes, de jóvenes sin rumbo que llevan un destino fatal escrito en el rostro. El cine embellece el mal y no hay que culparle por ello. Lo ha hecho siempre. Sube de categoría al psicópata, aporta glamour a la miseria e incluso a veces consigue que el espectador se ponga de parte de la brutalidad, como ocurre en algunas novelas de Patricia Highsmith, como en el juego de su héroe Ripley que encarna John Malkovich en el cine aportando una mirada de placidez retorcida que hubiera hecho las delicias de la dama más retorcida de la literatura, la señora Highsmith, sobre la cual aparecen ahora dos libros que tratan de desvelar algunos aspectos de su vida misántropa y huidiza. Highsmith aportó a sus asesinos las manías que fue adquiriendo con los años, como adquirió ese rostro hombruno de las solapas de los libros en el que se borraron las huellas de la joven bonita que fue. La ficción puede aceptar el mal sin buscar explicaciones, puede aceptar el mal incluso como arte, pero es la realidad lo que nos deja sin habla. Una tarde de domingo unos chavales meten en el coche a una muchacha. El final y el desarrollo de esta historia ya se sabe: la violan, la atropellan, la queman. Los chicos son menores. No se puede decir que todos sean psicópatas, porque sería casi imposible esa coincidencia estadística. El crimen vuelve a sacar a la palestra la Ley del Menor. Y los políticos se dejan llevar por la sucesión de hechos violentos de los últimos tiempos, como si fueran siempre a la zaga de la realidad, como si no pudieran anticiparse en un debate urgente sobre la responsabilidad del menor que nada debiera tener que ver con el electoralismo que nos acecha. Y lo más tremendo es que sólo se habla de medidas policiales. Necesarias, claro. Pero qué se puede hacer antes de llegar al extremo de que cuatro chavales se reúnan para torturar hasta el último aliento a una muchacha, dónde estaban los que debieron inculcarles el necesario sentido de la piedad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.