Coágulo inmobiliario
La burbuja inmobiliaria como un coágulo obstaculiza la vida de muchísimos jóvenes, comprime sus ilusiones, sus planes de futuro, sus proyectos de pareja o de emancipación individual. Crece como un tumor obstruyendo las voluntades de independencia y libertad, de aventura y madurez de una generación.
La burbuja es un mal como el de las vacas locas o la neumonía atípica, un virus inmobiliario en expansión que cada vez afecta a más gente sin que nadie encuentre las causas o el antídoto. Comenzó a finales del 97 como una fiebre más, se manifestó a través de un quejido conocido y cíclico: "Los precios están por las nubes". Hoy han sobrepasado la estratosfera. Hace cuatro días el Banco de España avisaba sobre el riesgo de un "ajuste brusco" en el precio de la vivienda. El término "burbuja inmobiliaria" que interesados especuladores, constructores y políticos siguen sin aceptar, continúa ausente del vocabulario del Banco de España, pero por fin la inflamación del mercado de la vivienda apareció en la primera página de los periódicos como un problema que afecta drásticamente a cientos de miles de españoles.
Los damnificados por los disparatados precios han estado viviendo el progresivo encarecimiento de la vivienda, que ha aumentado un 78% en los últimos cinco años, como un mal privado y relativamente lógico. Veían aumentar las cifras de los pisos en venta en la sección de anuncios de los diarios o en los escaparates de las inmobiliarias sin que nadie pareciera realmente alarmado. Ni los políticos, ni los constructores, ni el resto de la población ya acomodada en una vivienda propia se compadecía o asumía la existencia de un dramático síndrome que paralizaba y compungía a la juventud. La afección persiste, pero al menos ahora Rato confiesa responsabilidades y la prensa refleja la gravedad del diagnóstico.
Hace tres o cuatro años, refugiarse en el extrarradio era una solución relativamente posible. Las poblaciones del sur: Parla, Getafe, Móstoles, Alcorcón... o las situadas muy al norte como Las Rozas o Las Matas eran lugares donde algunos jóvenes podían hipotecarse de por vida. Ya no. Ahora muchos chavales viven en pueblos a cincuenta kilómetros de Madrid que servían de segunda residencia a la generación de sus padres: Villalba, Navacerrada o El Escorial. El mal inmobiliario incluso ha obligado a repoblar olvidados asentamientos de la meseta central como Quijorna o Villanueva del no sé qué.
¿Cómo no compramos antes? Esta cuestión atormenta a infinidad de jóvenes como a enfermos de una dolencia aparentemente incurable que se preguntan cómo no la detectaron con mayor precocidad. Una vez aceptado que se equivocaron, que debieron hacerse con una casa al menos hace tres años, antes de que el valor del suelo se triplicase, ¿qué hacer? Todo parece indicar que el precio no sólo se estabilizará, sino que la burbuja, aunque no reviente, se deshinchará. Las grúas tachan el paisaje de las afueras de Madrid, desde las extensiones de Sanchinarro, Monte Carmelo y Las Tablas, hasta Galapagar. Tiene que llegar un momento en el que la oferta sobrepase a la demanda. Los bajos tipos de interés que han permitido adquirir hipotecas de decenas de millones han de subir en algún momento y la bolsa tarde o temprano se recuperará volviendo a atraer la inversión y restándosela al sector inmobiliario. ¿Debemos, pues, creer en este esperanzador futuro y esperar? ¿O debemos lanzarnos a la locura de invertir en un mercado sobrevalorado en un 20% ante el hecho de que la vivienda sigue encareciéndose?
Cualquiera de las opciones es dolorosa. Comprar significa invertir la mitad de tu salario en una vivienda que no te satisface con un inevitable sentimiento de estafa. Además se añade el terror a volverse a equivocar: no se adquirió hace años y ahora se toma la decisión ante la posibilidad de que la burbuja remita en unos meses. La alternativa B, aguardar, tampoco es nada gratificante. Esperar en casa con más fe que seguridad a que el panorama mejore mientras nos dan los treinta y se marchitan las relaciones con nuestros padres y nuestras parejas. Pero si no cabe soñar con una cirugía política o bursátil que extirpe el coágulo de la anatomía social, confiemos al menos en que el propio metabolismo inmobiliario desate una trombosis en el sistema que termine por desintegrarlo y dejar un solar donde acampar sin exponer la vida.
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