Señalizaciones
Pasaron los reyes (muchos), las repúblicas (dos), los gobiernos y los alcaldes, pero esta sufrida ciudad nuestra sigue afeada por defectos pertinaces como inoportunos granos en medio de una cara quizás hermosa. Renunciamos a criticar las permanentes obras que levantan su pavimento, el instalado caos circulatorio ("Dios mío, aquí conducen como en Nápoles", me dijo, asustada, una amiga mexicana muy viajera) del que seguiremos ocupándonos, la irremediable impuntualidad del transporte público de superficie -a causa del enrevesado tráfico-, la ocupación frecuente de sus vías más céntricas por todo tipo de reivindicaciones callejeras, jornadas ciclistas, desfiles militares y aparcamientos en doble fila, como ya no ocurre en casi ninguna parte.
Vamos al pequeño escrúpulo, a la molesta china en el zapato, el lunar peludo en medio de la mejilla. El madrileño de a pie -creo haberlo hecho notar alguna vez- rara vez mira hacia arriba, con lo cual se pierde la notable existencia de bellos edificios, formidable puertas, ventanas, miradores y balcones enrejados que sobreviven de otras épocas. Van ajetreados cuidando el lugar donde ponen los pies, a cuenta de la multitud de obstáculos, baches y trampas que aún perduran. El automovilista lleva hipotecada su atención a causa de la irresponsabilidad de muchos peatones y de esos coches que, inopinadamente, aparecen por la izquierda. Ni siquiera recuperamos la perdida costumbre de observar los cielos, acechando los deseados nubarrones que nos traiga la lluvia que, por su escasez, nos pilla de improviso y sin paraguas.
Lo nuestro es el detalle, el pecado venial, que se convierte en inaguantable cuando se repite innecesariamente. Por no sé qué abulia, escasean las señalizaciones explícitas en las calles y casas de nuestra ciudad, donde no está donde debiera y con la frecuencia exigible, el letrero que da nombre a la rúa y especificación al edificio. Si el automovilista puede enloquecer por la ausencia de rótulos que le indiquen dónde se encuentra, el peatón no está libre de la misma negligencia, que suponemos municipal. La numeración, en Madrid, como saben casi todos sus habitantes, comienza por el lugar más próximo a la Puerta del Sol, donde se encuentra el kilómetro cero. La denominación de la calle, plaza, glorieta o avenida debe aparecer en la esquina de los bloques de manzana, si no en todos, con cierta frecuencia. Son placas azules con letras blancas, sin el ribete que usan en Francia, pero que hacen su avío. Se consulta una guía callejera, cotéjase y suele bastar. Preguntando se va a Roma, decían en la Edad Media. Hoy, solicitar de un transeúnte una dirección, una transversal o un comercio puede resultar inútil, pues quienes pululan por aquellos pagos viven en otro lugar y desconocen los andurriales. Los dependientes e incluso propietarios de locales comerciales han llegado por la mañana, levantado la persiana y desconocen los alrededores, lo que hace mucho más útil la señalización que echamos en falta. Sólo conocen el trayecto que les separa de la parada del autobús, del metro o el aparcamiento.
Otro tanto ocurre con la numeración. Hay que suponer que es obligatoria, pero sorprende el gran número de portales sucesivos donde tal referencia no existe. Algunos arquitectos se desentienden del entorno o, en todo caso, dibujan en los estudios un artístico farol, un fanal o un hueco encristalado que constituyen una provocación para los mozalbetes del barrio y los rompen a pedradas. En los nuevos y flamantes barrios el problema es más agudo, pues, al faltar esa información mural y explícita, no suele haber alma viva a quien preguntar, y menos caída la noche. En los gigantescos bloques, ya no se ve una sola ventana enrejada, nadie se asoma, a nadie le interesa lo que pasa en las calles. Recuerdo a cierta parienta cuya máxima ilusión, cuando llegue a ser jubilada, es sentarse en el balcón y ver pasar a la gente. Los allegados tienen sospechas acerca de su sanidad mental.
La situación se vuelve molesta e injusta en determinadas vías donde lucen referencias pomposas en hierro dorado o en costoso bronce, suponemos con cargo a las prósperas comunidades de vecinos o núcleos burocráticos. El contraste, la prerrogativa, el privilegio que tanto nos agrada cuando lo disfrutamos, si es posible en solitario, incrementa la magnitud de las otras incurias o negligencias. No son grandes problemas municipales, sino simples y molestos escozores para los ciudadanos, cuyo fácil remedio hace más irritante que no encuentren solución. ¡Que se ocupen, caramba!
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