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Reportaje:ELECCIONES 16-N | La herencia del pujolismo

Ancianos a la espera de residencia

La Generalitat ha regulado el acceso a las plazas geriátricas excluyendo a las clases medias

Àngels Piñol

"¡No sé por qué nos critican tanto!", expuso dolida Irene Rigau, consejera de Bienestar Social. "Hemos doblado el presupuesto en cuatro años, hemos creado 7.000 plazas, damos 240 euros de ayuda al mes a familias con ingresos inferiores a 36.000 euros anuales para que sus ancianos envejezcan en casa. ¿Por qué no se reconoce?". Depende de dónde se coloque el listón. En los 23 años de mandato de Jordi Pujol, la Generalitat ha regulado un sector que era una jungla, pero la ordenación no da para todo. Cataluña cuenta con 48.191 plazas en residencias para ancianos, pero el 60% son privadas y el 40% tienen financiación pública. La proporción, según Rigau, se ajusta al canon europeo. Pero a las públicas sólo acceden personas con recursos muy escasos, en los casos en que entre el anciano y sus hijos no superan los 21.000 euros al año. La clase media queda fuera del sistema y obligada a abrazar la oferta privada, que cobra de media unos 1.500 euros al mes.

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El debate ha mejorado con el tiempo porque ahora se discute si tener una plaza debe ser un derecho en este Estado de bienestar. Ya no se habla de episodios truculentos como los que se producían cuando Pujol estrenó su primer mandato. En la década de los ochenta y los primeros años de los noventa afloraron varios casos que parecían la punta del iceberg de un grave problema: intoxicaciones mortales, ancianas que dormían en cobertizos e incluso el caso de una que murió estrangulada con la sábana con que estaba atada a la cama. El Parlament aprobó la primera ley en 1985 y en 1987 una norma reguló el sector. En 1988, Antoni Comas, uno de los consejeros más longevos y polémicos de Pujol, estrenó el nuevo Departamento de Bienestar Social, reiteradamente acusado hasta que en 1999 lo relevó Rigau de su utilización como una agencia electoral.

El problema es enorme porque la población ha crecido a un ritmo mucho más rápido (1.070.000 personas mayores de 65 años, el doble que hace 15 años) que los servicios. Rigau ha dado un tirón al departamento e intenta paliar la avara política de los noventa, cuando Comas redujo el 30% de las inversiones en cuatro años: gastó 1.500 millones en 1993, y entre los años 1994 y 1997, apenas 1.800. En la memoria de Bienestar Social de 2001 se declaraban 3.500 plazas propias de una oferta global con financiación pública de 16.838 y se cifraban las privadas en 27.000. Pero también se daba por bueno el informe del Imserso Las personas mayores en España 2002, que calculó 41.954 plazas en Cataluña: 25.000 privadas, 10.000 concertadas y 6.000 públicas. La confusión de cifras ha sido una constante.

En cualquier caso, ¿cuántas plazas serían necesarias? La Generalitat cree que con las 7.000 nuevas se acerca a la ratio europea de cinco plazas por cada 100 habitantes, pero las ONG sostienen que se precisan muchas más. "Nunca habrá bastantes", dice una asistente social. Sí hay plena coincidencia, en cambio, en la idea de que la oferta actual descabalga a la clase media, demasiado rica para acceder a las plazas públicas y demasiado pobre para las privadas. "La ley descrimina: cotizas toda la vida, cobras 100.000 pesetas de pensión y te quedas fuera", admite Vicenç Vicente, de la patronal ACRA. "Sólo te aceptan si eres pobre de solemnidad", apunta la diputada Dolors Comas, de Iniciativa. "Es un derecho menor", abundan Antoni Tuà y Llorenç Serrano, de CC OO. "¿Un derecho universal? Sería bonito, pero esto no es Suecia", dice un empleado de Bienestar Social.

¿De quién es la culpa? Rigau recuerda que la Constitución consagró el derecho universal a la educación y la sanidad, pero excluyó los servicios sociales. "Ni el PSOE ni los anteriores gobiernos lo resolvieron en la transición. Nosotros queremos invertir la tendencia: ponderamos cada caso, la gravedad del anciano y los recursos de los hijos. El sistema no es perfecto, pero primero atendemos a la gente más humilde. Luego se beneficiará la mayoría. Ya se ha hecho este año en el programa Viure en família", explica Rigau, que no dice cuántas de las nuevas plazas son públicas y concertadas.

La Generalitat no hace distingos entre ellas porque ha optado por un modelo mixto, a diferencia de otras autonomías, como la balear, que tiene una proporción mucho mayor de plazas públicas que Cataluña. "¿Qué más le da a un anciano ir a un sitio que a otro?", se pregunta Rigau. Pero todo el mundo constata las excelencias de las residencias públicas y pesan algunas sombras sobre las concertadas. CC OO cree que las actuales tarifas no permiten cubrir una buena asistencia y las empresas acaban recortando en los servicios y el personal. La Administración ha fijado tres tarifas: 1.292 euros por una plaza de alta dependencia, 1.123 si ésta es media y 991 si es baja. Esta tarifa se cubre con el 75% de la pensión del anciano y una aportación de la familia, y el resto corre a cargo de Bienestar Social. "El acuerdo de tarifas debe ser revisado. Pagamos a los cuidadores un salario de 711 euros mensuales. Es poco y nos cuesta encontrar empleados", admite Vicente.

Marina Geli, del PSC, acusa a Bienestar Social de poca ambición y asegura que a la Generalitat una plaza pública le cuesta 12.000 euros al año, y una concertada, la mitad. "El mapa social se ha hecho en función del interés de los inversores, sin atender a las necesidades reales", explica Geli, quien denuncia que Cataluña está a la cola de Europa en gasto social (8,4 puntos por debajo de la media europea y 2,1 respecto de la media española).

"Lo mejor, si se puede, es envejecer en casa, y si no, lo más cerca de ella, aunque sea en una residencia concertada", afirma Rigau para justificar por qué no han creado plazas públicas en 18 de las 41 comarcas catalanas. Sólo el 20% de los ancianos apuestan por la residencia. El 60% preferiría recibir la ayuda en su casa o en la de sus familias. Pero el soporte familiar es escaso y las situaciones límite, tarde o temprano, llegan. ¿Cómo resolver el problema si muchos no pueden elegir entre ir o no a una residencia y las ayudas son pocas?

Algunos, los que pueden, optan por un convenio con un banco, que les paga la residencia a cambio de quedarse el piso cuando mueran. Pero el cuidado de la mayoría de los ancianos dependientes recae en las familias, sobre todo en las mujeres, muchas de las cuales son ya también mayores y necesitan ayuda ellas mismas.

El gran problema de Barcelona

"Barcelona es un monstruo". La frase es de una asistente social que sostiene que la ciudad precisa muchos más equipamientos. Rigau ha cumplido a medias su plan de crear 10 en Barcelona: cuatro ya funcionan, dos en Sants-Montjuïc, uno en Nou Barris y otro en la Barceloneta, y en Nou Barris se está a punto de abrir otro. Otros cuatro están en obras, y un quinto, proyectado. Las plazas se han duplicado (han pasado de 2.609 a 5.119), pero son insuficientes en una de las ciudades más envejecidas de Europa.

Ricard Gomà, regidor de Asuntos Sociales del Ayuntamiento, denuncia la baja inversión y reclama que la Generalitat desbloquee el consorcio de servicios sociales, que supondría, de acuerdo con el tramo catalán de la Carta Municipal, la transferencia de equipamientos y recursos: "Necesitamos el consorcio y pedimos un trato justo. Barcelona está por debajo de la media del gasto social en Cataluña, que está a la cola de Europa".

El Ayuntamiento asume la asistencia domiciliaria, pero no llega a todo. "Ponemos parches. Ojalá pudiéramos hacer más", dice Joan Francesc Llop, de la ONG Avismon, con 170 voluntarios que han apadrinado a otros tantos ancianos para ayudarles en lo básico y sobre todo conjurar sus grandes miedos: la soledad y el no poder tener un plato en la mesa. No recuerda casos extremadamente graves sin atender, salvo el de un anciano con demencia que vivía en una buhardilla y cuyo expediente tardó tres años en resolverse. "Me cansé, llamé a la consejera y se solucionó", dice. Las listas de espera han mejorado y la consejera y la patronal afirman que apenas se tarda tres meses en ello. "Si se tarda más es un problema de burocracia municipal", señala Rigau. Pero la asistente social asegura que les da a las familias este plazo: "Les digo que un año. Y si es antes, ¡bingo!".

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