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Columna
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Tamayo y el jardinero de Russell

El filósofo Bertrand Russell ejemplificó en su propio jardinero un modelo de felicidad que resulta menos infrecuente de lo que pueda parecer. Mantenía una guerra perpetua en contra de los conejos, a quienes consideraba depredadores siniestros, intrigantes y feroces que debían ser tratados con una astucia parecida. Esa actitud monotemática y obsesiva, en su simplicidad, le permitía rodearse de ese entusiasmo vital que siempre acompaña a la felicidad. Sin duda, el conjunto de los parlamentarios de la Asamblea de Madrid pertenece a idéntico tipo humano que el jardinero de Russell. Su visión de la maldad del adversario y su encapsulamiento en un mundo propio con reglas autónomas eleva su beatitud casi a los límites de lo seráfico.

Pero no todo es bello en este espectáculo de felicidad porque plantea un problema de enjundia. La noción de "clase política" fue acuñada a la vez por Pareto y Mosca, que acabaron por pelearse acerca de su supuesta paternidad. Alcanzó divulgación en los años iniciales del siglo XX cuando se criticaba al liberalismo y aún hay quien piensa que la crítica al político profesional encierra malvadas intenciones respecto de la democracia. Pero no es así. Tenía fundamento en el pasado y lo sigue teniendo hoy mismo. Buenos especialistas en ciencia política, como Von Beyme, han señalado los rasgos más destacados de esta nueva "clase política" que ya no radica sólo en la profesionalidad, en la dedicación a la vida pública.

Lo característico de ella en el momento actual es que, al margen de que padezca esa absorbente odiosidad con respecto al adversario que le hace permanecer en una especie de estado de levitación, resulta mucho más homogénea y solidaria de lo que puede parecer en un primer momento. Además, se arrellana confortablemente en un modo de vida en que se responde a unos criterios muy peculiares y distintos de los que caracterizan al resto de los humanos. Para ella, la ideología cuenta cada vez menos, por más que la exhiba con asiduidad y automatismo a la hora del insulto.

Su calidad resulta mucho más que discutible porque los criterios de promoción de los dirigentes son tan aleatorios como la suerte, la amistad, el cansancio del correligionario, aparecer en el momento más oportuno o carecer de enemigos. Pero lo que parece peor es que coloniza el Estado, a veces hasta la corrupción, y la propia sociedad, incluidas las instituciones financieras, de un modo por completo injustificado.

Ahora los dirigentes de las principales fuerzas políticas madrileñas mendigan votos y lo hacen pretendiendo que una nueva ilusión puede surgir de tan solo invocarla. Pero eso empieza por ser un testimonio de que consideran lo sucedido como un incidente no tan relevante. Lo cierto es que el transfuguismo afecta al centro de gravedad mismo de la vida democrática porque supone una alteración de lo más sagrado de ésta, es decir que el voto del ciudadano sea determinante del rumbo colectivo. Los modos de evitarlo son conocidos, plurales y practicados en otras latitudes. A base de desmesuradas acusaciones y de insignificancias procesales, o de alianzas cabileñas posteriores argumentadas por un deseo de estabilidad en que nadie cree, la clase política madrileña ha dado pruebas abrumadoras de hasta qué punto puede ser peligrosa ella misma para la democracia y para los ciudadanos.

Ahora pretende invocar a la ilusión cuando la campaña misma conduce a la desesperanza, porque ni en el tono ni en la transparencia personal de los candidatos ni en la ausencia de pequeñas zancadillas casi infantiles al adversario se percibe deseo de rectificación alguna. Una mezcla de pudor e inercia -y la propia escasa disponibilidad del sistema- evita la aparición de nuevas iniciativas políticas. Los ciudadanos difieren de gentes simples como el jardinero de Russell y los políticos debieran empezar a darse cuenta de ello. Si votamos, lo que está por decidir, no será porque la clase política nos produzca ninguna ilusión. A lo sumo que puede aspirar es a que optemos por lo simplemente detestable ante el peligro de lo abominable.

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