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Columna
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Maragall, el radical; Rajoy, el sereno

El paso del tiempo, siempre proclive a serenar ánimos y pensamientos, nos va dando claves de sus motivos recónditos. Sin duda Aznar posee un cerebro excepcional, una de esas masas grises informes, tan recochinamente rebuscadas, que al final una no sabe si lo suyo es genialidad o la expresión altiva y exitosa del hombre sin atributos. El desacomplejamiento de la mediocridad, que diría alguien. Lo cierto es que ahora que Mariano Rajoy va poniendo cara de ungido encantado de serlo, también vamos adivinando los motivos del gran dedo ungidor. Ese dedo poderoso, ese dedazo inmenso, tan dedo que parece una gran falla de Valencia, dedo que señala a los malos del mundo y los expulsa del paraíso, ese dedo acusador que se levanta contra el pecho de Ibarretxe, contra el bendito Simancas, contra el díscolo Maragall, incluso hasta contra ese cachondo malísimo que es Javier Sardá, ese dedo de dedos tuvo sus motivos para ungir a Mariano. El hombre que mejor calló en las reuniones del partido, el más elocuente en el arte del peloteo, el mejor dotado de anchas espaldas para aguantar los naufragios chapapoteros, el único que no se postulaba, no hablaba, no mosqueaba, tan fino en el arte de la conspiración que hasta parecía inocente, ese hombre, ése, escondía una virtud implacable: no parecía mejor que Aznar, y eso Aznar siempre sabe agradecerlo. Entre el más listo Gallardón, el más serio Rato, el más guapo Arenas, hasta el más nuevo Acebes, Mariano no era más nada, medio listo, medio serio, medio guapo, medio nuevo, tan medio todo que casi diríamos que ganó por sobrero. Como muchos de los que ganan premios literarios, que no son ni el primero de unos, ni el primero de otros, y así son los terceros del consenso. En estos tiempos de política sin brillo, lo único que brilla es la brillantina.

Mariano es el político ideal de la cultura del aznarismo. En lógica ecuación de contrarios, Pasqual Maragall es el tipo de político más incómodo, irritante y, sin duda, antipático. En tiempos de silencios sumisos, es un hombre que no se calla ni por prudencia; en época de gris azulado, Maragall proyecta rojo pasión, el rojo de la personalidad; en la era del grado cero del lenguaje (Roland Barthes que nos asista), amordazadas las ideas, embozadas las ideologías, Maragall es un ideológo a la antigua usanza, sobrecargado de iniciativas, tan ideológo que, a veces, hay que frenarle el ímpetu; y, por supuesto, en estos tiempos timoratos, Maragall es un tipo con sentido del riesgo. De ahí que, en la ceremonia de la confusión, instalado el reino de la mediocridad y vaciado el debate político de ideas con futuro, Mariano Rajoy sea el hombre sensato y Pasqual Maragall sea un radical. A la ausencia de compromiso la llaman sensatez. Y a la sensatez transformadora, la llaman radicalidad. Puede que no sea un ilustrado, pero sin duda Aznar ha leído a Maquiavelo.

Lo cierto, ceremonia de la confusión aparte, es que el Partido Popular es, hoy por hoy, uno de los partidos más radicales que existen en el panorama hispano. Y lo cierto, también, es que los últimos gestos de Maragall han sido de una sensatez notoria, casi brillante en la brillante ausencia de ideas notables. Veamos el listado. El PP radicaliza lo vasco e increpa día a día a lo catalán, convirtiendo en irritante lo español. Maragall suaviza lo vasco, racionaliza lo catalán y le tiende puentes de diálogo a lo español. Sin embargo, ¿han oído lo dicho por lo más florido de la Brunete mediática sobre don Pasqual? Segundo: el PP practica una altivez chulesca en los discursos y, al mismo tiempo, una chapucería de Santiago y cierra España, en la gestión. Quiere liderar guerras contra el mal, pero en casa se le caen los aviones, le chocan los trenes, se le convierte en queso gruyère el trazado del TGV, se le contaminan las playas, etcétera, como si lo suyo no fuera gobernar un país, sino recrear las plagas de Egipto. Radicalidad de decisiones mal tomadas, peor asumidas, aún peor gestionadas. La radicalidad de la ineptitud. Y mientras quiere convertir al Ebro en un esqueleto de agua, llevando a la práctica una demagogia brutal y agresiva, Maragall dice lo que todos sabemos. Que hay comunidades que no practican ninguna política de restricción inteligente, que tiran el agua como quien tira arroz en una boda, que sin cultura rigurosa del agua no hay futuro, que antes de trasvasar hay que racionalizar. Él lo dice, ellos hacen lo que hacen y, sin embargo, ¿a quién machacan por radical? Aún resuenan las palabras chillonas del presidente murciano contra el "radical e insolidario" Maragall. Finalmente, para poner un final, es el PP el partido que habla más, habla peor y hace menos respecto a la inmigración ilegal, sus problemas y sus miserias. Su discurso es inequívocamente radical en lo verbal y catastróficamente ineficaz en lo real. Sin tanto ruido pero con más nueces, Maragall hace un gesto simbólico que tiene una carga pedagógica de tal profundidad que hará más y será más que todos los discursos de los últimos tiempos. El fichaje de un catalán marroquí para el Parlamento es un ejemplo de inteligencia política -y emocional- y significa un paso adelante en el único camino posible, el de la convivencia. A la radicalidad de unos, la serena decisión del otro. Sin embargo, ¿quién pasa por ser, también en esto, un radical?

Final homenajeando a Coetzee: "No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad, hasta que se adormece". No. No habla de Mariano Rajoy, el recién estrenado premio Nobel. No habla. Pero..., parecería...

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