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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Juego de damas

Marcos Ordóñez

Uno. Jerome Kilty era (y es) un actor norteamericano que en 1960 se hizo de oro adaptando a la escena la correspondencia entre George Bernard Shaw y la actriz Beatrice Stella Tanner, desde que GBS le propuso protagonizar Pygmalion hasta la muerte de la actriz. La criada de la diva encontró las cartas, ocultas en una sombrerera, y se las llevó a Londres justo cinco días antes de que los alemanes entraran en París. Un largo affaire de plume, más o menos secreto, con sus onzas de carne -ambos estaban casados (ella era "Mrs. Patrick Campbell")- y que duró cuarenta años de "ni contigo ni sin ti": a lo largo de la función les vemos seduciéndose, discutiendo en los ensayos, peleándose y reconciliándose, y, en definitiva, mintiéndose. El título español, Mi querido embustero, es equívoco o, peor, unívoco: los adjetivos en inglés no tienen género, de modo que el Dear Liar original se aplicaría a ambos; dos egoístas fascinantes, contradictorios, apasionados, que siempre mienten para conseguir lo que quieren. El estreno en Broadway, a cargo de Katherine Cornell y Brian Aherne, no fue ningún bombazo: apenas dos meses en el Billy Rose Theater. El oro le llegó a Kilty desde Europa, a partir de que Cocteau traduce y adapta la pieza y la presenta en el Athenée de París con María Casares y Pierre Brasseur. A partir de entonces se convierte en un mano a mano para monstruos sagrados. En España, pese a la presunta aridez del texto y la puesta en escena (treinta cartas, dos atriles), fue un exitazo para el tándem Fernán-Gómez-Conchita Montes. Han pasado cuatro décadas y la función ha vuelto a nuestro país en una nueva versión (bastante recortada, cosa que no le viene mal) protagonizada y dirigida, en el Marquina, por Norma Aleandro y Sergio Renán. (En 1991 se vio -Estimat Mentider- en el Rialto de Valencia; un montaje muy discreto, con Isabel Rocati y Pep Cortés, que poco más tarde pasó al Lliure).

A propósito de Mi querido embustero y Por amor al arte, obras que se presentan en Madrid

Yo nunca había visto a Norma Aleandro en escena, y hay que decir que si la función sigue valiendo la pena es por ella, por ella y por ella. Cosa curiosa: no es chauvinismo, pero me pareció estar viendo a una superactriz española. Por "maneras", por gracia, por vitalidad, la Aleandro parece un cóctel alquímico de lo mejor de la Montes, de la Rivelles, de la Espert, de Julia Gutiérrez Caba, de Anna Lizarán. Un monstruo, en una palabra, desbordante de talento, de matización, con una habilidad casi diabólica para el cambio de registro en un chasquido de dedos. Junto a ella, Sergio Renán hace lo que puede para no ser devorado por la fiera. Renán es un actor correcto, un tanto "galán de la vieja escuela", sin excesiva chispa, muy poco adecuado para la malicia de Bernard Shaw. Comparación odiosa: el envejecimiento de ambos, al final de la comedia. El trabajo de la Aleandro corta el hipo: pura organicidad, por no decir pura magia. Sin el menor artificio, todo su cuerpo se convierte en el de una anciana, y unos instantes después "viaja" hacia su juventud, para el esplendoroso baile final, mientras que Renán se limita a hacer lo que ha hecho durante toda la obra: componer, de un modo esforzado pero convencional. Corran a aplaudir a Norma Aleandro: una actriz de este calibre no cae por aquí todos los días.

Dos. Chapeau, de entrada, para Gerardo Vera -que firma versión (con Luis Colomina), escenografía y dirección- por haber elegido, en un momento teatral en el que suele primar la risa fácil, sin poso ni eco, una comedia tan negra y "difícil" como Por amor al arte, de Neil LaBute, que, para no despistar al público, debería llevar como membrete aquel "Tiemble después de haber reído" de La Codorniz. Porque es el retrato de una hidra, mitad Pandora mitad Lilith, que (segundo chapeau) Maribel Verdú interpreta magistralmente: ella, como Norma Aleandro, es el verdadero (casi iba a decir que el único) motor actoral de la función que se presenta, sólo hasta el 12 de octubre, en el Albéniz: muy poco tiempo, dada la calidad del texto y del empeño. The Shape of Things se estrenó en el Almeida londinense hará dos temporadas, y ya tiene versión cinematográfica, con su reparto original. El título español, para mi gusto, mejora el original, porque "explica", sin desvelarlo, el sentido último de la comedia, que comienza como una comedia de amor (o "de amor y pedagogía", que diría Unamuno), o un Pygmalion a la inversa: ella, Martha, joven "artista de vanguardia" es Higgins, y él, Adam, estudiante y portero de un museo, es Eliza -y acaba revelando su verdadero tema: los límites del arte, o el arte como obsesión-. No voy a contar aquí su trama, ni su feroz e imprevisible giro final. Gerardo Vera la ha dirigido con sensibilidad y verdadera pasión por el texto, pero a) el Albéniz le viene grande (esta comedia requiere una intimidad casi claustrofóbica; y proximidad, para que nuestras miradas se conviertan en escalpelos, y b) falta intensidad en el juego de "los otros" actores. Juanjo Artero (Adam) tiene una pésima primera escena (pelucón incluido) y, poco a poco, se desembaraza del cliché de tímido de manual para acabar ofreciendo un trabajo muy convincente. A Cristóbal Suárez (Tony) y Beatriz Santana (Sarah) les falta fuelle: ella es la que mejor muestra la vulnerabilidad de su personaje, pero a él le cuesta escapar del arquetipo de idiota conservador, cuando sus razones "ideológicas" han de defenderse con tanta convicción como los de la protagonista: un par de actores destacables cuyos trabajos aún han de crecer y afianzarse. El montaje concluye con una brillantísima idea de puesta en escena, que el propio LaBute hubiera aplaudido: es una mirada terrorífica, amplificada en pantalla de vídeo, el perfecto remate para el dibujo del personaje de Martha y el broche de oro para el soberbio trabajo de Maribel Verdú.

P. D. Tampoco se pierdan Excusas, en el Príncipe, otra comedia negrísima. Ya hablaremos de su energía salvaje y de su perfecto reparto.

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