¡Champán, señores!
Hay cuestiones difíciles de afrontar para los arquitectos porque quebrantan uno de los fundamentos de la disciplina. Esas cuestiones tienen que ver con la fragilidad, con el carácter perecedero de edificios, paisajes y estilos. Hace cuarenta años, el pop reinaba en el mundo del arte. En Londres, el crítico Reyner Banham (que junto a otros había contribuido a sentar sus fundamentos en la memorable exposición This is Tomorrow, en la Whitechapel Art Gallery en 1956) rechazaba que esta corriente se inmiscuyera demasiado en los debates arquitectónicos. Sobre todo porque, insistía en 1963, "la cultura pop gira en torno a los objetos de consumo, efímeros" y "los edificios son demasiado inexorablemente permanentes".
Las obras de Lyon y Du Besset son ligeras, plásticas, extrovertidas y coloristas; están libres de angustia metafísica y prefieren seducir
La "permanencia", vieja y legítima preocupación de los arquitectos. Algunas generaciones han podido soñar con edificios provisionales: fabricados, vendidos y consumidos como los productos de la industria automovilística, aunque en el fondo de los mitos colectivos esté esa angustia que empuja a querer resistir el paso del tiempo. En nuestras civilizaciones, la ciudad y sus monumentos están petrificados y nos gustaría que durasen más que nuestros propios destinos.
Hay otra cuestión que planteaba el pop, la del reparto de los valores estéticos. Robert Venturi propugnaba aprender de Las Vegas, reflexionar sobre ese abismo que se había establecido entre el buen gusto y el gusto popular, tal y como expresa sobre todo la sociedad de consumo. Sin ir más lejos, los arquitectos no acabaron de asumir este debate; tenían demasiado que perder. Y hete aquí que se impone el crudo realismo del mercado, dejando su huella en los territorios y paisajes de Europa. Las generaciones jóvenes redescubren las tesis situacionistas y meditan sobre la oscura frase de La sociedad del espectáculo, el libro de Guy Debord: "En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso". La legitimidad de las teorías arquitectónicas se cuestiona sin cesar.
A estas dos cuestiones, la permanencia y el buen gusto, se añade una tercera, relacionada con lo que ha llegado a ser la realidad económica y física de la ciudad vulgar y banal; esa ciudad que Rem Koolhaas ha llamado ciudad "genérica", la misma en cualquier lugar del mundo. Es la cuestión de las nuevas periferias, del desorden aparente, de todo lo provisorio que producimos. Nuestros pueblos y ciudades, los lugares más inmemoriales han quedado atrapados en la vorágine de las rotondas de autopista y el griterío de los neones, las gasolineras y los centros comerciales; una lógica irrefrenable ha barrido varios siglos de urbanidad. ¿Qué pueden hacer los arquitectos frente a este mundo? ¿Están preparados para verlo tal cual es? ¿Qué papel quieren jugar?
Hace varios años que Dominique Lyon y su socio Pierre du Besset experimentan con el registro lúdico, débil, de la deconstrucción estilística. Sus arquitecturas son más alegres que severas, más inesperadas que dogmáticas. Son para agradar. Así, tras de la cáscara de vidrio que construyeron en París en 1990, está la vieja sede del periódico Le Monde. Y así también, la espectacular mediateca de Orleans (1994), curiosamente vestida con una especie de miriñaque perforado.
El azar los ha hecho especialistas en mediatecas y este año han acabado dos más. Una ligera y metálica en la localidad normanda de Lisieux; y una segunda, mucho más espectacular, en Troyes. Esta ciudad de la Champaña francesa está en parte contenida en torno a su catedral, entre una curva del Sena y un canal; y en parte trazada sobre un plano rectangular. Ahí, en el flanco noroeste, todo se sucede velozmente, en una abreviatura histórica: se pasa de la Rue des Chats y su pintoresquismo medieval a la iglesia de Santa Magdalena, con una célebre galería flamígera. Una o dos calles adelante, la avenida de Gambetta cuenta con numerosos edificios Beaux Arts en torno a un jardín público del siglo XIX: todo el estricto y opulento aparato de la república burguesa. Cien metros más y todo se deshace: el entorno es heterogéneo, está despedazado. Un antiguo colegio, austero como un cuartel, depósitos, inmuebles residenciales de los años 1960-1970 y, alojado en una casona con cornisa y azotea, entre barroca y art nouveau, un McDonald's realizado según las directrices absurdas de un arquitecto de Patrimonio.
No se puede imaginar una situación urbana más trivial, o simplemente más contemporánea. La nueva mediateca debía construirse allí, un poco no importa dónde, sobre un terreno libre y fácilmente accesible en coche, aunque era preciso conciliar esta situación con la "nobleza" relativa de su misión como templo público de la lectura. La estética de Lyon y Du Besset es frágil, matizada. Sus obras son ligeras, plásticas, extrovertidas y coloristas; están libres de angustia metafísica y prefieren seducir. Los arquitectos han diseñado un volumen imponente, con una cubierta que hace de porche para la entrada; es un volumen incierto, de geometría "huidiza" dicen ellos, en el cual no se distingue nítidamente entre interior y exterior, una caja luminosa y un poco enteca, con tres fachadas de vidrio y la cuarta apoyada sobre el muro del antiguo colegio.
Una turbadora mezcla de densidad y transparencia cristalina baña esta nave delicada, casi un hangar. La fachada trasera se abomba; la lateral es doble, provista de una pantalla azul que sobrepasa ligeramente la altura del edificio. En el interior, un poco de sombra, de contraste, de espesor: un ambiente de acuario. Delgadas paredes, también vítreas, estructuran el espacio, y al fondo antiguo, transferido de la abadía de Clairvaux, se destina una sala espectacular, en perspectiva acentuada a la manera del teatro olímpico de Palladio, con las paredes tapizadas de millares de volúmenes encuadernados en cuero. Desde el deambulatorio de la planta baja se lee, con letras azules de tres metros de altura, una frase bastante enigmática de Lawrence Weiner: "Escrito en el corazón de los objetos". La delgadez de la estructura, la transparencia de las paredes que separan las salas, la centelleante superficie de aluminio de los techos de la planta baja y hasta el curioso balanceo asimétrico de las carpinterías en la planta superior contribuyen a dar forma a este magro organismo. Palidez ácida para los asientos, tonos mostaza para la moqueta...
Por todas partes efectos de color matizados, a cargo de Gary Glaser.
Un vasto techo de una sola pieza, denso y carnoso como una almohada o como el sombrero de esas setas que brotan del tronco de viejos árboles, introduce un ilusionismo barato, mezcla de énfasis y burla. Crea una monumentalidad franca, sin engaño, y se ríe socarronamente de ella. En tanto que falso techo, preside el espacio como una oleada gozosa suspendida sobre las cabezas. Las lamas de la rejilla metálica, un poco de pacotilla, hacen un ligero cling-cling con el aire de los extractores. De cerca, evocan un papel de aluminio dorado que se hubiese arrugado con los dedos.
El edificio asume su papel de equipamiento público, con lo que se le supone de dignidad, y al mismo tiempo se exhibe. Tiene algo de supermercado (además, la gente viene aquí más bien a solicitar libros en préstamo que a leerlos); es monumental, espléndido y también un poco baratija, de aspecto deliberadamente vulnerable cuando toda la arquitectura remeda aún lo perenne. Sin embargo es exacto, seductor y por entero contemporáneo.
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