En la muerte de Santiago González Noriega, filósofo, sociólogo y profesor
La muerte de Santiago González Noriega (el pasado viernes 26 de septiembre en Madrid) ha puesto fin a una trayectoria intelectual llena de originalidad y riqueza, privando a la filosofía española de una de sus voces más incisivas y difícilmente clasificables.
Había nacido en Llanes, y de su infancia asturiana conservaba una gran sensibilidad para la belleza siempre inagotable de la naturaleza, una primera lección de infinitud. Su carrera profesional la inició como profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. En aquellos años publicó también sus primeros escritos. Víctima de las represalias de la dictadura, tuvo que abandonar su puesto, y, tras una estancia como becado en Alemania, prosiguió su carrera docente, primero en la UNED y por fin de nuevo en la Universidad Autónoma, al ser readmitido, junto con el resto de los expulsados, a la llegada de la democracia. Posteriormente, abandonó la enseñanza para dedicarse por entero a la investigación en el grato y estimulante marco del Instituto de Filosofía.
Como profesor fue excepcional. Nadie que haya asistido a una clase suya podrá olvidar su manera de comentar los textos, tan llena de lucidez y de entusiasmo, y cómo convertía las palabras de los filósofos, por antiguas, lejanas o poco estimulantes que parecieran, en un trozo de vida palpitando de sangre y de preguntas nuevas. Tenía esa generosidad tan rara de hacer aflorar lo mejor, lo más hondo, lo más personal de cada uno de sus alumnos, y su forma de dejar huella en ellos era desaparecer para que floreciese en cada cual ese dios que todos los silenos esconden. Su paciencia era infinita, pero sin complacencia, estimulando siempre, conduciendo al otro a superarse, a ir cada vez más allá.
Como filósofo y escritor, su obra no es muy extensa, pero basta para dar testimonio de su amena erudición, la amplitud y variedad de sus intereses, la brillantez de sus análisis y la profundidad, a veces visiblemente dolorosa, de su pensamiento. Una buena muestra de ello es su Viaje a Siracusa, donde aparecen comentarios sobre Nietzsche y Miguel de Molinos, acerca de Durkheim y de Hegel, o cuestionando los deberes éticos y cívicos del intelectual o simplemente del ciudadano, como el precioso texto que da título al libro. Y todo ello sin un asomo de hinchazón ni de pedantería y en un castellano límpido, pues para él la perfección formal era inseparable de la claridad y el orden de las ideas.
En los últimos tiempos su reflexión se centraba especialmente en la literatura y el arte, a los que se enfrentaba de otra manera, con una mirada distinta que llenaba los objetos de su estudio de nueva luz y descubría en ellos facetas insospechadas. Nunca tuvo esa estrechez de miras, bastante habitual en el mundo académico, que divide el mundo y el saber en compartimentos estancos, y jamás consideró que Hölderlin o Garcilaso pertenecieran menos a la historia del pensamiento que Kant o que Platón. Escribió así con inteligencia y humor sobre Cervantes, una de sus lecturas más constantes, o sobre Joyce, en cuya memoria recorrió amorosamente Dublín. Publicó también un exquisito texto sobre Proust y un trabajo sobre la pintura de Brueghel, una investigación que le apasionaba y que estaba ampliando y perfeccionando cuando le sorprendió la muerte.
Sus amigos recordaremos su conversación, siempre ingeniosa y chispeante, nunca banal; también su curiosidad intelectual, tan viva y despierta, la generosidad con la que compartía sus hallazgos o abría nuevas perspectivas para el trabajo de los demás, su disposición constante a prestar libros, recomendar películas, aconsejar viajes. Y sobre todo, el ejemplo de su definitiva y más honda lección de filosofía: el coraje para soportar el dolor y la enfermedad sin permitir que se apagara su sed de aprender ni sus ganas de gozar, sin engañarse a sí mismo y sin blasfemar ni por un momento de la vida. Así ha dado un último testimonio de cómo la filosofía, que nos ayuda a vivir, tiene también por misión enseñarnos a morir. Por ello, sólo me queda desear lo mismo que pedía Plinio el Joven lamentando la muerte de su amigo C. Rufo: que su recuerdo nos ayude a conservarnos dignos de su amistad, sin que su pérdida nos empuje a vivir con negligencia.-
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