Vicios de mayores
La pasión por el juego, por ganar algo, es quizás el vicio y el pecado más antiguo de la humanidad. No nos referimos a una actividad retozona, lúdica, como suelta, venga o no a cuento, cualquier majadero con un micrófono delante. Pocas cosas son más inocentemente divertidas que ver jugar a una reciente camada de gatos: de la misma madre callejera los vi hace poco, bien diferentes entre sí. De los seis, uno era blanco, tres negros y dos entreverados. El albino parecía más fuerte, pero, en los perennes revolcones fraternales, el canijo la emprendía a diligentes zarpazos con los hermanos más robustos, sin cansarse de quemar activamente sus energías primeras. Me remito a otros juegos, donde el hombre es el único que los ejerce y le diferencian de los demás seres, de lo que no deberíamos mostrarnos tan ufanos. Descartemos, asimismo, la competición deportiva, tan contaminada que ha profesionalizado y metalizado hasta ajedrez y bridge.
El juego y los negocios, una seña de identidad. Cierto amigo inglés me dijo que nunca se ha visto que un perro cambie su hueso con otro perro para obtener una ganancia. Ni siquiera que coma carne de sus semejantes, es decir, que se ataquen entre sí, que tiene rango de lema en el oficio periodístico. Se ha jugado en toda época y pronto los arqueólogos de Atapuerca descubrirán algún perplejo artilugio con el que el niño débil de la tribu se entretenía en la puerta de la caverna. Hay muñecas mesopotámicas, chinas, aztecas, datadas en los orígenes de las razas. En algún momento los entretenimientos encontraron una vertiente codiciosa y se inventaron mil variantes para enmascarar el propósito de unos por despojar a otros de sus posesiones. Nuestro Cervantes describe en varias Novelas ejemplares y en el propio Quijote, lances y ardides a los que se entregaban los villanos, juegos de manos donde interviene la destreza, el fingimiento y, casi siempre, la trampa.
Los de índole familiar, el dominó, las siete y media, la oca, el parchís, ya no se ejercitan en la mesa de la cocina o en la del comedor, sino que han pasado a los bares, a los casinos, a los clubes sociales. El azar se ha convertido en una actividad pública cuyo control y distribución corresponde al Estado, que hace de los vicios una sustanciosa fuente de ingresos: el tabaco, las bebidas alcohólicas y el juego figuran en primera línea, los tres jinetes de nuestro apocalipsis individual. El último afecta a las personas mayores, en especial a las pudientes. Por deducciones sociológicas que no entendemos con claridad, el consumidor de las loterías y demás apuestas llamadas benéficas en origen, cuyo provecho y destino está poco publicitado, no parece ser el pueblo llano de modestos recursos, que desea, y quizás necesita, un puñado providencial de dinero para salir de escaseces, sino la gente adinerada. Jugar a la lotería convencional es un dispendio con repercusiones en la economía doméstica: tres y seis euros el décimo -con frecuentes sorteos extraordinarios más caros- no pueden repetirse todas las semanas. Sin contar con el casi obligado dispendio de Navidad, suman, en la antigua moneda, 51.792 pesetas, cantidad superior al importe mensual de una pensión no contributiva. Claro, que no es preciso afrontar el gasto todas las semanas, aunque la única remuneración evanescente -que nos toque el gordo- es la ración de ilusiones que justifica el gesto repetido de acercarnos a la administración de loterías o al quiosco de la ONCE. En otra época los jóvenes veían en tal eventualidad la ocasión de alcanzar, con premura, lo que les costaría años y oportunidades. El viejo, en cambio, cifra en la pequeñez de un boleto, con la mayor desesperación, el remedio, porque sabe que no dispone de tiempo para escapar de la penuria o de la perspectiva de pasar los últimos día en esas residencias de las que tanto y tan mal se habla. Justamente porque carece de tiempo.
Las nuevas generaciones tienen menos disponibilidades crematísticas, más horizonte en los proyectos vitales, y sospecho que juegan poco. En cambio, he visto a personas de grande y consolidada fortuna jugar insistentemente y en fuertes cantidades. Me temo que, por el cálculo de probabilidades, a ellos van a parar los décimos y los boletos agraciados. El juego, como remedio de adversidades, la peregrinación litúrgica a Doña Manolita para que nos resuelva el futuro a corto y, si es posible, a medio plazo. Como vicio enajenante, es otra cosa. Alfredo de Musset decía que era la única pasión capaz de derrotar al amor. Nada menos.
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