Vocaciones responsables
No es frecuente, sino más bien insólito, y eso hace la labor crítica casi confortable, que la casualidad, o el venturoso azar, haya congregado aquí cuatro primeras obras, sin que ninguna produzca sonrojo. Al contrario, se aprecia notablemente en sus autores una arriesgada disposición a tensar al máximo tanto la propia vocación como la sugerencia de sus propuestas. Ninguno escribe a humo de pajas. Y aún menos necesita desplegar algún denuesto a la exigencia del arte literario, actitud extendida entre escritores noveles. Es más, en todas hay un rasgo común: la conciencia de su artificio. Como los relojes transparentes, muestran su mecánica, pero marcan bien la hora. Y aunque sus procedimientos son globalmente tradicionales, incorporan el eco disonante de ser obras que quieren administrar su propia lectura, no dejarla al albur de la recepción crítica. No es una característica que las integra en una tendencia, pero indica que son fruto de una posmodernidad acaso ya desfalleciente, y así se sitúan en un espacio del que aún no tenemos noticias.
¿Pero existe "el caballo de
Mestanza"? (Editorial Regional de Extremadura), de Javier Pascual (Madrid, 1966), es un curioso y melancólico experimento de narración y crítica. El autor confronta dos textos: la redacción escolar de una niña de 11 años, maravillosa de sutileza y finura perceptiva, y el comentario crítico que realiza la autora veinte años después, convertida en filóloga y resuelta a revelar su sentido oculto. La lectura es rica en bagaje instrumental, muy incitante, pero la narración escolar no se doblega al asedio teórico. La niña cuenta sus vivencias del verano, describe su vida familiar, la admiración por su padre, sus fantasías con un caballo regalado, la tristeza de su madre, enferma, siempre oculta en la penumbra. Ingenuamente, inventa historias de felicidad sin saber que escribe para que su madre no muera. Su redacción llega así a la mujer como el testigo inútil de una tragedia familiar. Ella no se reconoce en aquella niña, y rechaza ese texto que no pudo evitar la muerte, ni el posterior desamor de su padre. Enfrentada a la "dificultad de todo autor para leerse", niega la figura del autor, y se niega a sí misma. Su desorientación es patética, precisamente por empacho de teoría; su memoria añade lo que la redacción escolar no supo decir, pero de este modo la infancia se le convierte en fraude y las palabras se le revelan como "la más satisfactoria inanidad que poseemos". A partir de una obra tan disuasoria, es difícil predecir dónde encallará el siguiente libro de Javier Pascual. De momento, se exhibe como un prematuro maestro del desengaño. ¿Cómo escribir si no se cree en las palabras? Es de esperar que no sea buen discípulo de sí mismo, y que no malogre el talento que ha guiado la escritura de esa primorosa redacción escolar.
Kiko Amat (Barcelona, 1971),
asiduo de la prensa underground y editor de fanzines, debuta en la novela con una historia de hallazgo amoroso, chico-encuentra-chica, que pese a su esquematismo transmite el ofuscamiento y la futilidad de cierta juventud urbana atrapada en un presente viscoso, con el futuro siempre postergado, y más o menos en un constante desequilibrio emocional. Escrita con un estilo de frases cortas, nerviosas, en capítulos breves, deudores de la técnica y el humor del sketch, El día que me vaya no se lo diré a nadie (Anagrama) sigue los movimientos de Julián, dependiente de librería, que vive conectado a un mundo mental que voluntariamente lo enajena de la realidad, y de Octavia, una chica en el límite de su resistencia, afectada de hastío vital -su novio la dejó por su mejor amiga-, cuyo trabajo consiste en poner la voz en el metro y en los contestadores telefónicos. La escasa peripecia obliga al autor a una suerte de indagación interna de sus personajes, pero no mediante exploraciones psicológicas, sino más bien a través de una sincopada lógica autista, cuyos efectos nada tienen que ver con las causas. De hecho, el encuentro entre ambos deriva menos de la atracción física que de la mera recepción de lo real. Julián, sencillamente, percibe una presencia humana, del mismo modo que evoca intensamente canciones o rostros de actrices. Sólo se estimula con lo grabado o filmado, y de ahí su excitación al oír en el metro la voz grabada de Octavia. El encuentro se frustrará, no obstante, y Julián afianzará su parasitismo entregándose a "la placidez de las cosas que pudieron haber sido". Con su revestimiento de una frustrada historia de amor, la novela ejemplifica en Julián la pegajosa adicción al aburrimiento de ciertos jóvenes, fatalmente acomodados a sus adherencias.
Pablo Andrés Escapa (León,
1964) se incorpora al registro de los nuevos narradores con un bellísimo libro de cuentos -ya era hora de poderlo decir-, organizados en torno al territorio imaginario de Badalia, que en su manifestación visible "coincide con una comarca montañosa al noroeste del antiguo reino de León". Las elipsis del cronista (Páginas de Espuma) tiene todo aquello que un lector exigente desea encontrar en un libro, y que el crítico alemán Hans Mayer formuló someramente así: potencia de lenguaje, esmero en la construcción, conocimiento de cosas y de personas, formación literaria, humor y capacidad de sentir. A esto hay que añadir una suave autoironía, de inevitable cariz cervantino, que difumina honestamente la figura del narrador, y que desplaza su importancia al transparentar ciertos titubeos sobre la mejor manera de abordar una historia. El cronista, un oscuro secretario de ayuntamiento, escribe instado por un juez jubilado que, en la génesis del texto, hace las funciones tanto de instigador de motivos y temas como de sancionador de su escritura. El libro, de este modo, narra no sólo la memoria "de los que andan de paso por aquí, de los que se quedan y de los que se marcharon", de acuerdo con la aseveración del juez, sino que también expone, socarronamente, su propia poética al revelar la fractura, o la confusión, según se mire, entre realidad, verdad y leyenda. De los diez cuentos, la mitad se queda en esbozo, porque los propios personajes interrumpen su discurso. Pero no son cuentos inconclusos, sino suspendidos en el tiempo de una evocación arcádica sugerida por una prosa tan bella y precisa que ilumina todo lo que toca. Se trata de un libro singular de aparente anacronismo rural. Pero no se fíe el lector; aunque oculta, su contemporaneidad se emplaza en el presente eterno de la lectura.
¿Pero existe "el caballo de Mestanza"? Javier Pascual. Editorial Regional de Extremadura. Mérida, 2003. 81 páginas. 6 euros. El día que me vaya no se lo diré a nadie. Kiko Amat. Anagrama. Barcelona, 2003. 212 páginas. 14,50 euros. Las elipsis del cronista. Pablo Andrés Escapa. Páginas de Espuma. Madrid, 2003. 178 páginas. 12 euros. Circular. Vicente Luis Mora. Plurabelle. Córdoba, 2003. 223 páginas. 15 euros.
Movimiento continuo
EL POETA Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) recurre en su primer libro en prosa a la mezcla de géneros: relatos breves, poemas, anexión de citas, microensayos, diagramación tipográfica, apuntes a vuela pluma, aforismos, además de un apéndice explicativo donde revela sus presupuestos teóricos, para ofrecer una obra ambiciosa y en cierto modo extravagante, a la que se puede considerar, incluso con sus flaquezas y caprichos, un buen artefacto literario. Circular (Plurabelle) levanta una réplica textual de la ciudad y distribuye sus fragmentos como un callejero de significados. Sus tres partes, Las afueras, Paseo y Centro, configuran el acceso absorto al extrarradio, la reflexión walseriana del paseante y la inmersión en el círculo urbano, símbolo de infinitud y repetición. La quiebra mayor de este tipo de libros misceláneos es la sospecha insidiosa de que, siendo como son, cabe vislumbrar que podrían igualmente haber sido de cualquier otra manera. Vicente Luis Mora, consciente de esta arbitrariedad, se adelanta a la objeción crítica defendiendo el carácter sistemático de su libro. Sin duda, todo en Circular remite al cosmos urbano, en concreto a la ciudad de Madrid, que para quien la conozca bien resultará no tanto expresada o explicada como transfigurada por las múltiples percepciones que aquí se expresan: familiaridad, extrañeza, desánimo, sensación de absurdo, ganas de huir, necesidad de quedarse, desorientación, violencia, asombro, anonimato. Pero no hay ningún sujeto, sino que es el lenguaje mismo quien dispone ante el lector, con la intermediación de los diversos géneros, la fecunda condición posmoderna de vivir en la ciudad. Mora se convierte así en un transmisor fidedigno, aunque excesivamente generoso; del copioso conjunto de textos, algunos no son más que chistecitos que hacen un flaco favor a la solidez del libro. Y es curioso, tratándose de un poeta, que sea la poesía la zona más deteriorada. De todos modos, es éste un libro de efecto acumulable. Admite una lectura salteada y antojadiza, pero sólo cobra un sentido definido si se sigue el orden sucesivo de sus páginas, que conducirán a una estación de tren, al acabamiento de la obra, a la lápida del cementerio. F. S.
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