Un prestidigitador singular
Si de vez en cuando nos fijáramos en lo que conforma el paisaje urbano, descubriríamos personajes, anécdotas o simples curiosidades que son parte de la historia de la ciudad. En el número uno del Pas de l'Ensenyança, una calle muy cercana al Ayuntamiento de Barcelona, ha existido desde hace 100 años un mural que el tiempo se encargó de borrar lentamente y que desde ayer los barceloneses pueden volver a admirar. Se trata de un personaje que fue muy popular en su época, un simple limpiador de zapatos que encandilaba al público con su magia y que con el tiempo los grandes teatros de la época se disputarían. Fructuós Canonge tuvo ayer el homenaje que se merecía en la plaza de Sant Miquel.
Fructuós Canonge fue un simple limpiabotas que encandilaba al público con su magia y que los grandes teatros del XIX se disputaban
Fructuós Canonge había nacido en 1820 en una humilde familia de Montbrió del Camp. A los siete años, analfabeto y sin recursos, se fue a la capital y empezó a trabajar como cerrajero y vendedor ambulante, hasta que decidió montar un puesto de limpiador de zapatos en la plaza Reial, donde ha quedado constancia de ello en una placa que también se ha reinaugurado. Y mientras untaba los zapatos, el joven Fructuós empezó sus pequeñas actuaciones, como por ejemplo untar de betún un panecillo o mancharse la lengua para persuadir a la clientela de las maravillas de su lustre. Pronto se atrevió con los naipes y poco a poco su fama fue creciendo. Su habilidad como enlustrador le llevó también a dirigir un grupo de limpiabotas que trabajaban en la plaza Reial y que reclutaba entre los sin techo.
En 1860, en una actuación de un famoso mago húngaro en el Teatro Principal, éste retó al público a descubrir el truco y dijo que obsequiaría con 4.000 reales al afortunado que lo consiguiera. Fructuós se levantó de la butaca, subió al escenario y desenmascaró la trampa. Desde entonces se catapultó como un auténtico prestidigitador profesional con el nombre de El gran Canonge. Actuó para Isabel II, que quedó tan deslumbrada que le otorgó la Gran Cruz de Isabel la Católica, y también para Alfonso XII, quien le distinguió con dos cruces más. Recibió también la orden de Carlos III. A Fructuós le encantaban las medallas y las insignias y siempre que podía se las colocaba en el pecho. Es famosa una frase que quedó para la posteridad: "Tens més medalles que el Canonge".
Fructuós fue un hombre singular que despertó la simpatía de sus conciudadanos. Su sentido del humor y un espíritu de organizador le llevaron a organizar los carnavales de Barcelona durante la década de 1860, que llegaron a su máximo esplendor. En las proclamas de las fiestas él mismo se atribuyó los títulos de marqués del Charol y duque del Cepillo. Organizó actuaciones benéficas y realizó una gira triunfal por los países hispanoamericanos. No hablaba francés, como era costumbre entre los prestidigitadores de la época -la verdad es que a penas hablaba un mal castellano-, ni tampoco usaba guantes, pero era limpio en sus ejercicios y, como escribió un redactor del Correo Español de Buenos Aires, "tuvo el corazón de los asistentes en el bolsillo". Murió en la calle de Canuda de Barcelona, cerca de un establecimiento de limpieza de calzado que consiguió abrir, tras sufrir una larga y cruel enfermedad. La Vanguardia le dedicó grandes elogios como "humilde limpiabotas que llegó a penetrar en las moradas regias y hacerse aplaudir por todos los públicos".
Es evidente que Joan Brossa tenía que estar fascinado por ese personaje. Su sombrero de copa mágico, que todo prestidigitador conserva, fue a parar a la popular tienda El rey de la magia. Brossa la había visto y deseado y finalmente la heredó. Al desaparecer el poeta este sombrero de copa fue a parar al Museo del Juguete de Figueres por deseo del propio Brossa.
Y fue ayer cuando la ciudad de Barcelona, sobre todo los más pequeños, rindió homenaje a este popular y singular personaje. El Institut del Paisatge Urbà organizó un maratón con tres de los renombrados magos de la actualidad: Hausson, Sergi Buka y el màgic Andreu. Se dispusieron tres escenarios en la plaza de Sant Miquel y el público se desplazaba entre unos y otros, lo que ocasionó bastante desconcierto. Cada 20 o 25 minutos se abría un escenario y la gente corría para buscar un sitio, los niños se apiñaban al borde del escenario, o subían, literalmente, arriba, hasta que el público descubrió que era más inteligente esperar en la silla a que tocara el turno del que habían elegido.
Vimos cambiar de color a una infinidad de pañuelos, vimos desaparecer a la chica en la famosa caja, vimos atravesar la garganta de una espectadora alemana con una espada aparentemente afilada. La plaza estaba a rebosar y grandes y pequeños se lo pasaban en grande. Lástima de las idas y venidas de la gente, que desorientaban. Más tarde, el segundo teniente alcalde, Jordi Portabella, destapó el fresco del Pas de l'Ensenyança restaurado y se mostró la placa que lucirá de nuevo en la plaza Reial y que anuncia: "Limpia Botas Canonge". Es una buena excusa para levantar la vista y dedicarse a mirar lo que conforma ese paisaje urbano que realmente desconocemos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.