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Adam Fischer clausura, entre aclamaciones, el Festival Haydn

En los conciertos del Festival Haydn es telonero hasta el mismísimo Beethoven, y eso que este año ha sido el "compositor invitado" (el próximo lo será Bach). Pero una cosa es ser el invitado y otra la estrella. Así, en el concierto dirigido por sir Neville Marriner, al frente de la Orquesta de Cámara de Viena, el director inglés colocó la Segunda, de Beethoven, al comienzo y reservó para el cierre la 96 de Haydn. Las dos, eso sí, gozaron de lecturas elegantes. Y Adam Fischer, director en residencia y cofundador del festival, hizo lo mismo abriendo el concierto de clausura anteayer con la Quinta de Beethoven y terminándolo oficialmente con la 104 de Haydn. Digo oficialmente porque ante las aclamaciones dio de propina el movimiento final de la Sinfonía de los adioses, con los músicos abandonando el estrado uno a uno. El propio Fischer se marchó antes de los dos últimos violinistas. El público, contagiado del ambiente familiar, se estrechaba las manos como si estuviese en misa, aunque con una de esas sonrisas colectivas que únicamente la música de Haydn puede suscitar.

Puntal musical

Adam Fischer es el puntal musical del festival, de la misma manera que Walter Reicher es el cerebro artístico. Fischer está además en estado de gracia al frente de la orquesta austro-húngara, con la que ha grabado en 33 CD la integral de las sinfonías de Haydn. Sus versiones estos días de la 86, 104 o la Harmoniemesse fueron primorosas, con una alegría de hacer música verdaderamente gratificante, con precisión, sentido del humor, desparpajo y brillantez. Una fiesta, de la que participó también su Beethoven. No es extraño que la revista Opernwelt le distinguiese como director del año en 2002 y tampoco el reconocimiento que ha tenido su lectura de El anillo del Nibelungo los tres últimos años en Bayreuth.

En este clima de clasicismo sin concesiones llegó la mezzosoprano Vesselina Kasarova, una de las cantantes más en forma del momento. Arrancó con una sobria e impoluta versión de la cantata Arianna a Naxos, de Haydn, muy bien llevada hasta que se deslizó al final por la senda estilística mozartiana. Después, se empeño en hacer dos bloques de canción francesa -Gounod, Bizet- que no pegaban nada en este ambiente. Las cantantes son muy suyas, ya se sabe, y no se dejan intimidar por los lugares a la hora de confeccionar sus programas. Las cantó con mucho gusto pero se recibieron con frialdad. Un Mozart excesivamente estilizado dejó su sitio a una arrebatadora interpretación de la cantata Giovanna d'Arco, de Rossini, con un dominio de las agilidades portentoso. Demasiado tarde. Triunfó pero sin entusiasmos encendidos, a pesar del buen trabajo pianístico de Charles Spencer. Y es que aquí lo fundamental es Haydn, y lo demás complementos.

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