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Columna
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Comunicarse o morir

Josep Ramoneda

En su deshilvanado pregón de la Mercè, Fátima Mernissi atribuyó a Ibn Khaldoun la idea de que la decadencia del poder islámico empezó cuando perdió la capacidad de comunicación. A simple vista es una idea que podríamos extender a la política contemporánea. Estados Unidos, por ejemplo, perdió la guerra de Vietnam porque no supo explicarla. La gente entendió las razones de los vietnamitas pero no las de los americanos. La Unión Soviética se hundió cuando su lenguaje ya era absurdo e incomprensible incluso para la clase obrera a la que pretendía dirigirse y ya sólo algunos intelectuales y burócratas repetían la letanía. O, para poner un caso más cercano y más prosaico, el PSOE perdió cuando se rompió la comunicación entre el Gobierno y las clases medias que él ayudó a consolidar (con el ruido de la corrupción fomentando la confusión). En fin, si Estados Unidos se encuentra ahora en dificultades en Irak es en buena parte porque la ciudadanía se ha sentido engañada por las mentiras que se utilizaron como argumento de convicción. De modo que se ha roto la confianza entre las dos partes del vínculo comunicativo.

Sin embargo, es razonable preguntarse si la pérdida de la capacidad de comunicar es la causa o el efecto. Es porque está debilitado que el poder pierde sensibilidad para comunicar o es el deterioro de la habilidad comunicativa lo que causa la pérdida del poder. No existe un acto de comunicación en términos de plena igualdad entre las dos partes. Donde hay dos personas hablando hay ya una diferencia de potencial -no hay dos personas iguales-, lo cual es una diferencia de poder. Y sólo muy excepcionalmente esta diferencia puede suspenderse. Si se trata del poder político la desigualdad todavía es más evidente. El que está sentado en el trono, el que ocupa la peana, juega con ventaja. Por el solo hecho de estar donde está se le escucha de otra manera. Y, como es sabido, la servidumbre voluntaria es una forma de renuncia a la autonomía que da dignidad al sujeto muy extendida entre los humanos. Sin embargo, el abuso del poder deja huella. Y la primera forma de abuso del poder es convertir la comunicación en dictado, en discurso que va en una sola dirección. Como más unidireccional es, más inaudible acaba haciéndose. La pérdida de comunicación es, a menudo, una consecuencia del abuso de poder, de la creencia en la omnipotencia del gobernante.

En la política posmoderna la comunicación es todo. Los perfiles ideológicos se desdibujan: la habilidad para vender el producto aparentemente es decisiva. El modo de explicar y presentar las propuestas se convierte en más importante que el contenido. La política se hace publicidad, que es algo distinto de propaganda. La propaganda tiene que ver con la creencia y la doctrina, la publicidad tiene que ver con el comercio. La propaganda convierte a la política en disputa por la verdad, con las consecuencias trágicas fácilmente imaginables. La publicidad despolitiza. Convierte a la política en una mercancía más, sobre la que el ciudadano no tiene otra opción que la de decidir si compra o no compra. La propaganda busca inculcar una verdad en las mentes, la publicidad sólo busca conseguir que el ciudadano se movilice el día de las elecciones.

Sin duda, Fátima Mernissi, cuando habla de comunicación, cuando nos explica que el satélite e Internet son las dos revoluciones que están cambiando el mundo árabe, no habla de la comunicación como propaganda ni tampoco como publicidad. Piensa en la comunicación como diálogo: como posibilidad de entenderse entre gente diversa. La esperanza de la Mernissi es recuperar los protocolos de comunicación: dentro y fuera del mundo árabe. La propaganda impone lenguaje, la publicidad atrae la atención del ciudadano. La propaganda es el reino de la mentira, la publicidad del eufemismo. La propaganda impone la confrontación, la publicidad la indiferencia. En el primer caso el ciudadano es tratado como súbdito al que hay que inculcarle lo que tiene que pensar y convertirlo en carne de cañón al servicio de la creencia; en el segundo caso, como consumidor sensible a la seducción de los reclamos al que no se le exige mayor atención a la política que la que pueda merecer decidir cómo pasará el fin de semana. Sin duda es un progreso que la gente no se mate por la verdad, pero ni la propaganda ni la publicidad tratan al destinatario de su discurso como ciudadano, sujeto autónomo con criterio. Basta ver el infantilismo de los mensajes que la publicidad política emite para comprender la pobre opinión que de los ciudadanos tienen los dirigentes. Con este trato, no debería sorprender a nadie que el ciudadano se distancie cada vez más de una política que le busca, simplemente, como objeto de la caza del voto. Sin duda, de la propaganda a la publicidad hay cierto progreso. Pero la dignidad del ciudadano y de la política pasa por otra idea de comunicación: la que exige que se dé a las cosas el nombre que les corresponde y que desacredita tanto la mentira como el eufemismo que oculta la realidad de las cosas.

Para poder comunicar tiene que haber un territorio común: de respeto y de reconocimiento en el significado de las cosas. Crear estos protocolos de comunicación es la tarea de la política a todos los niveles. Por eso la política se degrada cuando acude sistemáticamente a palabras obsoletas que ya nada significan pero todavía excitan a la tribu, a descalificaciones del adversario que se sabe que son falsas, a la tergiversación de los argumentos del otro, a la división entre patriotas (los que piensan como uno) y antipatriotas (los que discrepan de uno). La democracia se basa en la palabra. Y la palabra es reconocimiento. Sin reconocimiento del adversario no hay democracia. Pero sin reconocimiento del ciudadano -tratándole como consumidor y no como interlocutor- no hay respeto. Y falta al respeto aquel gobernante que especula con los sentimientos y los temores de los ciudadanos sin regatear mentiras ni falsedades. Cuando un artista que vive en las montañas le dice a Fátima Mernissi que él tiene una web porque "o comunico o me muero", no sólo podemos sentirnos identificados como sujetos de la sociedad global sino también como ciudadanos. O hay comunicación -y no sólo publicidad y propaganda- o la democracia se muere.

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