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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La casa de los poetas

El rey Alfonso el Magnánimo, desde Nápoles, donde disfrutaba de la política italiana entre otros grandes placeres (mientras la reina María, pata quebrada en Barcelona, frecuentaba conventos), escribió a Cosme de Médicis una preciosa carta en latín, de estilo ciceroniano, en el que agradecía el regalo de un libro: "Unos ofrecen perros, o leones, o armas u objetos parecidos a mí y a los otros reyes del mundo; ningún regalo, sin embargo, honra tanto, no sólo a quien lo recibe, sino también al que lo ofrece, como los libros que contienen el saber". (¡Qué bien suena en latín este elogio de los libros!, fíjense: "Libri sapientiam continentes"). Príncipe renacentista, el Magnánimo se muestra muy amante de las letras. Y, como hombre poderoso y rico que es, se muestra displicente con los regalos materiales. Es natural: a un príncipe le sobran los palacios, los puñales de marfil, los animales exóticos y los perros de raza amaestrados (en una finca de la Albufera de Valencia, el extraordinario poeta Ausiàs Marc se encargaba de asegurar la crianza de los halcones, a fin de que, en las cacerías del rey Alfonso, no faltase un solo detalle). A su manera, como ven, los príncipes de aquel entonces apreciaban el concurso de los poetas, que les servían con total abnegación. El delicioso Jordi de Sant Jordi pagó en la mazmorra del Condotiero Sforza, rival napolitano del Magnánimo, su fidelidad al rey catalano-aragonés. Las prácticas del mecenazgo no nacieron en la Italia renacentista. Son tan viejas como la palabra misma, que procede de Mecenas, un patricio romano de rancia familia etrusca, íntimo colaborador del emperador Augusto, que protegió al eficaz Propercio, al inmenso Virgilio y al dulce Horacio (el cual, gracias a su generosidad, pudo "huir del mundanal ruido" y, entre amables arroyos y prados bucólicos, dedicarse a la escritura, tal como siglos más tarde evocaría el no menos dulce Luis de León).

Carles Riba y su esposa Clementina Arderiu tuvieron una casita blanca en Cadaqués. Un grupo de poetas les homenajeó allí

Mucho más precaria era la situación de los poetas catalanes de la posguerra civil. En las décadas de 1940 y 1950, escribir en catalán era un acto de dignidad, un gesto heroico. Si bien en el tremendo desierto del franquismo inicial, la cultura barcelonesa recuperó, en castellano, bastante rápidamente el hervor, y se consolidaron enseguida interesantes núcleos culturales en torno a la Universidad y a la revistas y editoriales (Laye, Destino), lo cierto es que el catalán, como lengua de cultura, agonizaba en condiciones paupérrimas: era una enferma azotada sin piedad. Había sido expulsada de la vida pública, editar en ella era complicadísimo. Las instituciones culturales autóctonas habían sido abolidas o sobrevivían prácticamente en la clandestinidad. A este submundo regresó del exilio un personaje colosal, Carles Riba, poeta extremadamente culto y sabio, humanista, erudito, teórico y crítico literario, profesor de lenguas clásicas y traductor de los grandes libros antiguos y modernos. En el año 1939, con su esposa Clementina Arderiu, había atravesado la frontera hacia el exilio en el mismo automóvil que trasladaba a un agónico y famosísimo escritor en castellano, Antonio Machado, quien unos kilómetros más tarde, en Cotlliure, murió, como saben tantos lectores devotos, tantos ciudadanos con memoria. No deja de ser curioso que apenas cuatro gatos sepan, en esta Cataluña tan dada oficialmente a los símbolos patrióticos, que el trágico final de Machado forma parte del oscuro destino de Riba y Arderiu.

Podría haberse sentado Carles Riba en doradas cátedras americanas como profesor de Clásicas. Prefirió volver a la agria noche catalana del franquismo. Publicó con falso pie de imprenta argentino su fabuloso libro de esperanza y dignidad, Elegies de Bierville. Presidió el Institut d'Estudis Catalans en la clandestinidad de su vivienda. Nunca bajó el listón, el altísimo rigor estético. Su operación poética e intelectual es comparable a la de Paul Valéry. No está de moda el simbolismo, de ahí la invisibilidad actual de Carles Riba. Pero su extraordinaria exigencia, su enorme excelencia literaria, dio sentido, en los años oscuros, al destino de una lengua que agonizaba en un estercolero. Una generación de escritores cultivó las flores de la literatura sobre el fango de aquel tiempo indigno, siguiendo el ejemplo ético y estético de Carles Riba (y de su esposa Clementina: cuya poesía transparente y musical podría alimentar el gozo de muchos lectores, si la cultura en catalán interesara realmente a alguien, especialmente a los que celebran rimbombantes fiestas en su nombre). Ambos siguen siendo un ejemplo, en estos años despreocupados, para todos los que dudan del sentido de escribir en una lengua escasamente mercantil.

Los jóvenes de aquellos años oscuros, los Manent, Triadú, Bofill i Ferro, Romero, Leveroni, junto a los grandes que sobrevivían, Pla, Sagarra, Foix, se reunieron con editores y amigos el día 30 de agosto de 1953 en Cadaqués. Era tanta la admiración que sentían por el "mestre Riba", que le regalaron una casita del barrio de los pescadores. Una casita humilde y blanca, desde cuya terraza con geranios puede verse el mar. Celebramos el otro día, poetas de todas las tendencias, capitaneados por el infatigable Sam Abrams, y en compañía de algunos expertos ribianos y de ancianos testigos, un homenaje a la memoria de los Riba-Arderiu, evocando este curioso gesto de mecenazgo colectivo realizado 50 años atrás. Un gesto que honraba no sólo a los que lo recibían, grandes poetas desterrados a las alcantarillas del franquismo, sino también a los que lo ofrecían, ya que, gracias a su amistad y respeto, resguardaban, en una casa sencilla y blanca, la belleza de una poesía destinada a pudrirse en el olvido. La casa está en la calle de la Amargura. Nombre exacto que describe aquel tiempo. En la terraza de los geranios, sin embargo, los poetas contemplaban el mar de Ulises y esperaban el regreso a Itaca.

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