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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Un gato viejo con ojos de tigre

Marcos Ordóñez

Uno. Esta crónica no quiere ser tanto una reseña de Mestres Antics, la adaptación de Alte Meister, de Thomas Bernhard, sino, por encima de todo, un homenaje a Carles Canut, su actor protagonista, y a la partitura orquestada por Xavier Albertí. ¿Por qué un homenaje? Porque hay momentos, y qué maravillosos momentos son esos, en los que un actor "da el salto" y pasa al otro lado, al lado del Gran Arte. Hay saltos de lebrel que se dan en la primera juventud y se llaman revelaciones, y hay otros, mucho más hondos y hermosos, que se producen en la madurez, cuando, de pronto, un notabilísimo actor se convierte en un monstruo. Pero no hay un "de pronto" en el arte. Hay un día a día, un cúmulo de experiencias, una densificación de la mirada y el cuerpo, y un encadenado de riesgos. Tengo la impresión de que Carles Canut es uno de esos gatos viejos que se las saben todas, un rey del oficio, que ha puesto muchas veces el piloto automático cuando no ha confiado en su material o su guía, un felino escamado que sólo pisa a fondo el acelerador cuando puede hincarle el diente a un buen papel y, sobre todo, cuando tiene a su lado a un director de verdad, que entiende y ama la locura sin red, la aventura extrema de los cómicos. Es entonces cuando el gato viejo mira con ojos de tigre y no hay quien detenga su embestida. Canut es un gato viejo a la francesa, de la estirpe de Roland Bertin, o a la inglesa, como el inolvidable Michael Bryant. Actores mercuriales, irregulares, de una raza antigua y en serio peligro de extinción, como a mí más me gustan: apasionados, excesivos, imprevisibles, a menudo inconscientes de su fuerza, y un si es no es atrabiliarios. En una palabra: peligrosos.

Sobre el trabajo de Carles Canut en Mestres Antics, en el Romea de Barcelona

Los últimos años de Canut han sido una fantástica escalada. Un día, tras media vida en el teatro, aquí y allá, en Madrid y en Venezuela, brotó un Canut nuevo, con una furia que no necesitaba "mostrarse" ni llamar la atención sobre su excelencia: en Marina, de Ignasi García, y, sobre todo, para mí, en el conmovedor Hubert de Burgh de El rei Joan, de Shakespeare, ambas a las órdenes de Calixto Bieito. Y, antes, en Emigrants, de Mrozek. Siguió, en mi recuerdo apresurado y posiblemente incompleto, el Diálogo en Re Mayor de Tomeo, con García Valdés, y el Joe Keller de Todos eran mis hijos, de Miller, dirigido por Madico (cuando estaba pidiendo a gritos el Carbone de Panorama desde el puente) y, de nuevo con Bieito, el Don Hilarión de aquella Verbena innecesariamente sombría, y el temible Ross de Macbeth, con la peligrosidad latente de James Gandolfini. Y, la temporada pasada, una gran dirección, en el Romea: The Judas Kiss, de Hare, con un impresionante mano a mano entre Pou y Joan Carreras, una lectura dramatizada que era un montaje completo al que tan sólo le faltaba vestuario y decorado, un espectáculo emocionante, bellísimo, que debería verse "comercialmente", señores programadores.

Dos. En Mestres Antics, que Xavier Albertí ha adaptado magistralmente, condensando en hora y media una novela desmesurada y fatigosa de puro obsesiva, como casi toda la obra narrativa de Bernhard, Carles Canut es Reger, crítico "filosófico-musical" del Times, que en sus manos y con su cuerpo se convierte en un singular cruce entre Ciryl Connolly y el Welles de Question Mark. La función podría ser, perfectamente, un monólogo de Reger, pero ahí están, como contrapuntos aireadores, repartiendo el juego, las voces del filósofo Atzbacher (Boris Ruiz), narrador del relato, a quien Reger ha citado en el Kunsthistoriches Museum de Viena, y de Irrsigler (Mingo Ràfols), un guardián del museo que se ha convertido en un eco del crítico, vampirizado por su infecciosa visión del mundo. Reger es una bestia inmóvil con la pata apresada en el cepo de una moral aristocrática, insobornable; un hombre "no admira sino respeta", que ha huido de la vida, la "vida invivible", para refugiarse en el dudoso consuelo de un arte de "maestros antiguos"; un arte "abyecto", anacrónico e inútil, porque, vaya descubrimiento, está al servicio de los poderosos, de un Estado cada vez más totalitario. En el monólogo de Reger hay un glorioso tono ferdydurkiano (el elogio de la imperfección, la postulación de la lectura como una serie infinita de fragmentos, la política como escuela de genocidio) entreverado con las tradicionales invectivas de Bernhard contra un "mal austriaco" que es, cada vez más, una enfermedad europea: la exageración como ariete o caricatura exasperada, la distorsión furiosa como método de supervivencia. Pero hay que esperar a que, por debajo de los escupitajos contra Mahler, los historiadores del arte, los lavabos vieneses y un larguísimo etcétera, la narración se abra paso y brote la vida anterior (e interior) de Reger, el dolor secreto de ese hombre que lleva treinta años yendo casi cada mañana a la Sala Bordone del museo para sentarse a contemplar, durante horas, El hombre de la barba blanca, de Tintoretto. Ése es "mi" Bernhard, el maestro a la hora de mostrar, en unas pocas frases, como el relato de la señora Zittel en Plaza de los Héroes, una vida entera, un malestar redondo y resplandeciente, una historia de amor perdido e irrecuperable. Cuando Reger/Canut le cuenta a Atzbacher/Boris Ruiz (¡y qué bien sabe escuchar Boris Ruiz!) cómo conoció a su mujer muerta, y evoca sus visitas al cementerio es muy, muy difícil mantener un ojo seco. Carles Canut, hipnótico, lleva sobre sus espaldas todo el peso de la obra, todo ese aluvión de texto, descargado sin moverse de un sofá, con el cuerpo varado de un oso bipolar: su Reger es, probablemente, lo mejor, lo más profundo, lo más poderoso que haya hecho nunca, la culminación de una carrera. Vayan al Romea a aplaudir a Carles Canut y a sus soberbios compañeros y a Joaquim Roy por su inmejorable escenografía, y no olviden que la función de Albertí irá a la sala Princesa del María Guerrero el próximo invierno.

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