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Columna
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Las tijeras de Yoko

Se había enterado unas horas antes, en los últimos informativos, y la idea le gustó, entre otras cosas porque él siempre fue un fan incondicional de Yoko Ono. De hecho, había visto en la Filmoteca todas sus películas, desde una en la que el espectador asistía a la construcción de un hotel y pasaba de nada a todo, del solar vacío a las habitaciones iluminadas, hasta otra, que Juan Urbano supuso que trataba de la fama, en la que Yoko y John Lennon perseguían con una cámara a una joven a la que habían encontrado, por puro azar, en un cementerio; la perseguían, sin dejar nunca de grabar, entre las tumbas, y después hasta el autobús, luego a su oficina, a su barrio, su calle, su casa, su dormitorio... Y también había estado en una exposición suya en la que vio, en una sala dedicada a Chile, unos cuantos ataúdes construidos con tablones y llenos de tierra de los que salía un arbolito verde; o vio, en otra sala, una gran cruz en la que cada visitante era invitado por Yoko a clavar un clavo. A Juan le gustaban esas cosas, les encontraba sentido.

Ahora vio por televisión otra performance de Yoko Ono. Vio las imágenes de cuando la había hecho por primera vez en Japón, hacía más de cuatro décadas, y vio las de su repetición ahora, a sus setenta años, en un teatro de París: la artista invitaba al público a subir al escenario, de uno en uno, y cortar con unas grandes tijeras un trozo de su vestido, que luego había que enviar por correo a una persona a la que amasen, a la que desearan vivir en paz. La primera vez, Yoko se había quedado desnuda, y ésta sólo conservó la ropa interior. Juan Urbano se enamoró de ella las dos veces y pensó que si éste fuera un mundo mejor, Yoko Ono tendría el premio Nobel de la Paz, en lugar de tenerlo Kissinger.

Sin embargo, como estaba otra vez, igual que todos nosotros, en periodo electoral, Juan Urbano quiso arrimar el ascua a su sardina y se hizo una pregunta: ¿Y si uno lograra hacerle a Esperanza Aguirre lo mismo que a Yoko Ono? ¿Qué quedaría de la candidata del PP a presidenta de la Comunidad de Madrid si se le recortasen algunas cosas con una tijera? Abrió el periódico y se puso a trabajar en el asunto, acordándose de aquel consejo que daba el escritor navarroestadunidense Ernest Hemingway para reconocer si un relato era bueno, malo o regular: se coge el cuento, se le quitan todas las frases ingeniosas, todas las metáforas brillantes y todos los adjetivos astutos y, si después de eso aún funciona, se le vuelven a poner y se manda el manuscrito a la editorial. Pero si al quedarse él sólo, se cae, ni lo dudes: tíralo a la basura.

Lo primero que hizo fue recortar del último discurso de doña Esperanza las siglas PSOE y, a continuación, leer otra vez sus declaraciones: ahora le parecieron un poco así, como si les hubieran limado los cuernos. Después, Juan Urbano recortó la palabra comunistas, y el discurso empezó a perder aceite. Luego quitó algunos de esos adjetivos que el dentista del PP les ha puesto a todos sus políticos en la boca, atornillados a las muelas: irresponsables, desleales, antipatriotas y tal y tal: poco a poco, el discurso se quedó sin espuma. Finalmente, cortó la palabra ellos y la cosa sonó a oxidado, igual que la rueda de una carretilla vieja, y sonó, sobre todo, a vacío. "¡Hay alguien ahí!", gritó entonces, enérgicamente, Juan Urbano frente a lo que quedaba del discurso de doña Esperanza, y el eco dijo: "...guien ahí, í, í, í, í". Juan se llenó una vez más los pulmones y gritó: "¿Cual es tu proyecto?" Y el eco dijo: "...to, to, to, to, to, to..."

Juan Urbano dobló su periódico lleno de agujeros y pensó que Hemingway, siguiendo su propia fórmula, habría hecho una bola de papel con el discurso de doña Esperanza, lo habría tirado a una papelera con pose de baloncestista y habría dicho "¡Canasta!" o "¡Uy", depende. Después, echó a andar calle de Alcalá adelante y se dijo: "O sea, que es lo de Yoko Ono, sólo que de otra forma, ¿no? Hay que ver, si es que a algunos, en cuanto les cortas al enemigo, se quedan sin nada".

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