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Desánimo en las aulas

Se inicia un nuevo curso en la Educación Secundaria y los alumnos, chicos y chicas de 12 a 16 años, se aprestan a entrar en las aulas donde, en contra de la voluntad de muchos de ellos, sus profesores y profesoras tienen por delante la tarea de hacer que atiendan sus explicaciones, trabajen y estudien para poder así cumplir los objetivos de formación y aprendizaje que esta etapa de la vida escolar tiene fijados. Éste es el trabajo de las personas que se dedican a la enseñanza, un trabajo que siempre ha sido complicado, porque los adolescentes son imprevisibles y desconcertantes, pero que nunca ha resultado tan difícil como ahora, ya que supone doblegar voluntades e ir contracorriente de tendencias cada vez más arraigadas en la sociedad actual donde los mensajes que reciben los niños y jóvenes desde la TV, el cine, las videoconsolas y hasta los parques temáticos se definen por el cambio trepidante, el zapping, la facilidad, la gratificación inmediata, la incontinencia verbal, el aturdimiento, etc. Como se ve, nada más alejado de la disciplina, la atención prolongada, la reflexión y el estudio que requieren el aprendizaje de cualquier asignatura escolar (y esto no tiene nada que ver con el aburrimiento y la diversión porque, como saben quienes lo han experimentado, no hay diversión mayor ni nada más gratificante que resolver un problema que ha requerido un gran esfuerzo y atención).

Todo ello sin contar con la desmotivación que en nuestros adolescentes produce la certeza de que los estudios ya no garantizan como antes el encontrar un buen trabajo en el futuro, por no hablar ya de la indisciplina, la falta de respeto y la mala educación que se han ido apoderando de las nuevas generaciones, poco acostumbradas a que se contradiga su voluntad y se dilate o frustre la realización de sus más mínimos deseos.

Con semejante panorama no parece injustificado afirmar que para dedicarse a la enseñanza no basta ya con conocer en profundidad la asignatura que se tiene que impartir ni disponer de una metodología de enseñanza adecuada, sino que se necesita un plus importante de entusiasmo y motivación que sólo puede venir si se tiene la certeza de que la tarea que se tiene por delante es factible porque se dispone de los instrumentos necesarios para abordarla y culminarla con un mínimo de éxito. Desgraciadamente no es ilusión lo que se constata que desbordan los claustros de profesores, sino que, por el contrario, un profundo desánimo reina en ellos por el desfase que existe entre los deseos y la realidad como consecuencia de tener que enfrentarse a una tarea dura y difícil con una carencia enorme de medios, que la puesta en marcha este curso de la Ley de Calidad del PP no remedia en absoluto.

Cuando los videojuegos, el móvil e internet son parte consustancial de la vida de nuestros jóvenes, la mayoría de los profesores sólo dispone como instrumentos para su tarea de la tiza y la pizarra, de un modesto casette o un video gangoso de VHS y de un proyector de diapositivas y transparencias que se comparte por riguroso turno, porque sólo hay 3 ó 4 unidades en cada centro. El aula de ordenadores, por lo general dotada de máquinas ya obsoletas, apenas si da abasto para el aprendizaje de los conocimientos informáticos que toda persona necesita hoy día y, por tanto, no se puede utilizar como instrumento didáctico para las demás asignaturas, aparte de que, si ello fuera posible, la proporción de máquina por alumno es aproximadamente de 1 a 40. Esta precariedad de medios contrasta, por otra parte, con la gran heterogeneidad que existe entre los alumnos de cada grupo, donde los intereses son muy diversos, hay diferentes niveles de motivación y muchos de ellos presentan enormes carencias debidas a razones múltiples que aquí no podemos ahora abordar.

Prácticamente, desde la llegada al poder del PP, la inversión en educación quedó estancada (en la actualidad 2 puntos por debajo del porcentaje aconsejado por la Unión Europea) y la Ley de Calidad de la ministra Del Castillo no supone ni un euro más de inversión que pueda proporcionar ordenadores para todas las aulas, que reduzca el número de alumnos por grupo, que les dé a los centros la posibilidad de tener a su disposición psicólogos expertos en desviaciones de conducta y trabajadores sociales para los casos graves de inadaptación a la vida escolar, que permita la creación de grupos reducidos para remediar las carencias de aprendizaje que se vayan detectando a lo largo del curso, que posibilite la existencia de programas de acogida de los alumnos extranjeros donde se puedan paliar sus problemas de idiomas y de adaptación a nuestra cultura, a fin de que sea posible su incorporación progresiva a nuestro sistema educativo sin traumas y en unas condiciones que garanticen un mínimo de éxito, etc. etc.

Vivimos en una sociedad donde las dificultades que plantea la educación son cada vez más nuevas y perentorias, donde cualquier estancamiento supone un claro retroceso y donde cada vez es más necesario mirar al futuro y anticiparse a los problemas para evitar que sucesivas generaciones de alumnos se vean privados de su derecho a una enseñanza de calidad. Los gobernantes, por tanto, no pueden instalarse en la rutina. Pero, desgraciadamente, la respuesta de la Ley de Calidad a estos problemas son medidas tan audaces y novedosas como separar a los alumnos por itinerarios, obligar a repetir curso a los que suspendan más de dos asignaturas, instaurar de nuevo los exámenes de septiembre y, por último, dictaminar que la asignatura de Religión es como las demás a efectos de calificación y repetición. Todas estas disposiciones ya entraron en vigor con la Ley de Villar Palasí a principios de la década de los 70 del siglo pasado, en las postrimerías del franquismo. No parece, pues, que miren al futuro, sino, más bien, al pasado.

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Dentro de unas semanas, como viene ocurriendo en los últimos otoños, los consultorios médicos verán cómo aumenta el número de pacientes que solicitan la baja por depresión y empezará en los centros de enseñanza el baile de las sustituciones.

Mercedes Madrid es profesora del IES Ferrer i Guardia de Valencia

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