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Columna
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Ceremonia privada

La vida de las sociedades es una pescadilla que se muerde la cola. Un circular en redondo entre las partidas de nacimiento y las esquelas. Por estas latitudes, ese pez demográfico tiene la cola grande -una de las esperanzas de vida más altas del mundo- y la cabeza en cambio muy pequeña -un índice de natalidad que creo que sólo supera por lo bajo la Ciudad del Vaticano-.

Esa bajísima tasa de natalidad explica, por ejemplo, que en Euskadi la rentrée escolar haya computado 3.000 matrículas menos que el año pasado. (Personalmente no lo veo como un problema. Visto el reparto de espacio y de riqueza en el mundo; atendida mi inclinación intelectual y estética por los mestizajes, lo interpreto más bien como una oportunidad). Pero lo pongo entre paréntesis porque voy a otra cosa. A la sorpresa que me causa, en primer lugar, que el hecho de que la población vasca vaya tan claramente a menos no haya aparecido aún como una de las bolitas que hay que introducir en el bombo y en las vueltas del debate del plan Ibarretxe. La hipótesis de que existe una relación entre nuestro marco incomparable y las pocas ganas de reproducirse de la gente, no me parece fantasiosa ni a descartar sin más.

Pero hoy quiero detenerme en los argumentos que con mayor frecuencia se apuntan para explicar este fenómeno: precariedad del empleo, carestía de la vivienda, racanería de las ayudas públicas a la familia, y/o dificultad de las mujeres para compaginar maternidad y carrera profesional; y que desembocan en la conclusión de que la tendencia se puede invertir aportando los medios materiales necesarios.

No tengo duda de que esas razones son válidas en muchos casos; y de que, por lo tanto, el remedio económico -hay ejemplos en Europea que lo avalan- puede allanar las dificultades más evidentes, y reactivar así a las mujeres y a las parejas. Creo, sin embargo, que esa lectura mayormente pública del problema no puede explicarlo ni resolverlo por sí sola; y que hay que completarla con la visión íntima y privada del asunto.

Hoy por hoy, tener un hijo no supone lo mismo para un hombre que para una mujer; no pesa -y de peso se trata presumiblemente- lo mismo en ninguno de los apartados de la vida, ni en los serios ni en los otros. Y estoy convencida de que el reparto desequilibrado de las cargas familiares -en el seno de la pareja, de la consideración social, y del propio engranaje político-económico- es la causa fundamental del parón de la natalidad en países como el nuestro.

Me voy ahora a la otra punta. Hasta un cementerio del norte de París donde hace unos días fueron enterrados, en la zona reservada a los indigentes, cincuenta y siete ancianos, muertos en el calor literal de agosto y cuyos cadáveres no había reclamado nadie. A esta ceremonia los medios de comunicación franceses la han llamado de la soledad. Y si he hablado antes de la literalidad de la canícula es porque, en lo metafórico, lo que les ha pasado a esos ancianos es que se han muerto en el frío polar del aislamiento, la indiferencia y el abandono.

Y aquí también las deficiencias en los servicios de urgencias, en la asistencia domiciliaria y en la gestión social de la vejez que ha revelado en Francia (cuando las barbas de tu vecino...) la investigación sobre las 15.000 muertes del verano, sólo explican una parte del problema, y su rectificación sólo podrá, por lo tanto, resolverlo a medias.

Nacer no es sólo cuestión de dinero, tampoco (no) morirse. Los dos lados de la pescadilla social tienen mucho más que ver con las mentalidades y los valores de la sociedad: con la igualdad y la solidaridad; con la generosidad y la compasión. O con sus antónimos. Yo ya tengo hecha la tarea de nacer. Sólo me queda cumplir con la cola. Y trato de ponerme ahora en el lugar de esa viejecita del futuro. Y claro que espero -con esa espera ideológica que es exigencia- que existan entonces servicios sociales para atenderme adecuada y dignamente.

Pero, qué quieren que les diga, espero sobre todo que haya alguien -vecino o más o menos- que se cuide de que no me falte un rato de conversación o un caldo; y de que mis persianas se abran y se cierren al compás de la luz.

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