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Columna
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La palabra mágica

Somos extraordinarios. Desde que nos hemos convertido en una de las democracias-gendarme del planeta ya no damos abasto en la titánica lucha por erradicar el terrorismo del conjunto del sistema solar. No hay que ser un lince para darse cuenta de que la tarea nos supera. Bastante tendríamos con erradicar el terrorismo más cercano, el de los etarras. Pero no. Tras cuatro décadas de rotundo fracaso político, policial y judicial para acabar con ETA, afrontamos la labor de acabar con el terrorismo total, el terrorismo con mayúsculas, todo el terrorismo habido y por haber desde aquí a Nueva Zelanda. La reflexión viene a cuento del reciente debate parlamentario sobre la guerra de Irak. El presidente de Gobierno negaba que en Irak hubiera resistencia popular: lo que hay es mero terrorismo.

Al margen del embrollo político-militar que hemos creado (ocupar un país donde gobernaba una dictadura, pero donde no había terrorismo; y bajo el presupuesto de luchar contra el terrorismo, y precisamente ahora es cuando surge el terrorismo, el terrorismo que genera nuestra propia ocupación) la doctrina gubernamental se resguarda en inquietantes disquisiciones conceptuales. Se ha puesto de moda la tendencia de que, una vez pronunciada la palabra terrorismo, haya que desistir de cualquier reflexión sobre un problema. Aún más, analizar cualquier conflicto internacional cuando ya se ha dicho "terrorismo" se convierte en una grave transgresión, como si, tras la aparición de la palabra mágica, la realidad debiera convertirse en un diagrama plano, diáfano, que suscitara toda clase de unanimidades.

El caso de Irak representa como ninguno la falacia. El país fue invadido a la búsqueda de unas armas de destrucción masiva que parece que no existen (a pesar de los desesperados esfuerzos de las tropas ocupantes por dar con algún tirachinas automático) y bajo la hipótesis nunca probada de la colaboración del régimen iraquí con el terrorismo internacional. Por otra parte, y sin duda por la tradicional simpatía que a lo largo de la historia todo ejército ocupante ha despertado en toda población ocupada, los iraquíes empiezan a realizar sabotajes y atentados, acciones que se reiteran a lo largo de los días, las semanas y los meses. No comparemos estas innobles guerrillas iraquíes con aquellas otras, glorificadas en mi infancia, que expulsaron de España a los franceses para facilitar la reinstauración de una monarquía absolutista. Y mejor no hacerlo porque, muy probablemente, la guerrilla es el antecedente más cercano, desde el punto de vista militar, del actual terrorismo, y éste la mera adaptación de la guerrilla a un entorno urbano.

A pesar de la buena prensa que en este país ha tenido siempre la guerrilla (hay que resistirse a ciertos vicios nacionales), no habría problema alguno en denominar terrorismo a esos ataques iraquíes contra fuerzas militares extranjeras. Hasta en eso se puede coincidir con la presidencia del Gobierno, con la diplomacia española y norteamericana, o con la visión de los mandos de las fuerzas ocupantes. Lo que no es de recibo es que, bautizado el fenómeno, la realidad se transforme en un ámbito no problemático donde nada haya que analizar o criticar, porque baste la existencia del terrorismo para absolver a la realidad política de cualquier disenso público.

Todo acto terrorista es condenable y exige la detención de sus autores, cómplices, inductores y encubridores. Pero ningún acto terrorista debe impedir la reflexión sobre una realidad que, cuando existe violencia, resulta necesariamente conflictiva. El reduccionismo intelectual que se nos propone resulta también, a la postre, un reduccionismo moral. Los espantosos atentados que perpetran los palestinos en Israel son absolutamente condenables, pero habría que estar ciego y sordo para no entender que, más allá de esas acciones, existen profundos problemas políticos y culturales no resueltos. Me temo que Bush acaricia incluso esa idea: la de que, debido a la existencia del terrorismo palestino, se haga desaparecer, en una operación de magia, todos y cada uno de los crímenes del Estado de Israel.

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