Calor y transportes
Después de un verano con más de 90 días de intenso calor, más propio de otras latitudes, y de la amenaza de lluvias torrenciales para las próximas semanas, es casi obligado reflexionar sobre el cambio climático, y con él sobre los transportes, ese conjunto de artefactos que nos ayudan a movernos, algunas veces, con más rapidez, en menos tiempo y con menor esfuerzo, pero que a la vez son, en buena parte, responsables de estos desbarajustes climáticos.
Sin ninguna duda, todos los científicos coinciden en señalar que una de las causas más significativas del cambio climático se halla en los gases que emiten los combustibles fósiles que generan energía, que representan alrededor del 75% de las emisiones, y producen un efecto invernadero creciente. En el año 2000 los transportes en España absorbieron el 45% del consumo final de energía y desde 1995 los consumos han aumentado el 26%. Más que cualquier otro sector, y la carretera es el medio de transporte que consume más (79,5%). En términos absolutos, el transporte utilizó 32,8 millones de toneladas de petróleo en el año 2000, lo que ha representado la emisión del 30% de dióxido de carbono. Datos del World Watch Institut indican que un coche de tamaño medio con todos los adelantos para reducir la contaminación (catalizadores, gasolina sin plomo, etcétera) y con un bajo consumo energético, que recorra unos 13.000 kilómetros al año y que dure 10 años, emitirá 22,1 toneladas de dióxido de carbono, 4,8 kilos de dióxido de azufre, 46,8 kilos de óxido de nitrógeno, 325 kilos de monóxido de carbono; 36 kilos de hidrocarburos y el 26,5% de toneladas de residuos. Los costes externos debidos a la contaminación, el ruido y los accidentes, una vez deducidos todos los impuestos que paga el vehículo, ascienden a 4.100 euros anuales.
Todas estas evidencias cuantitativas fueron las que llevaron a plantearse el protocolo de Kioto, un acuerdo de mínimos para reducir las emisiones, aunque según palabras del doctor Llebot la atmósfera precisa de reducciones mayores que las que se prevén en él para estabilizar las concentraciones de gas invernadero. Aun así, sigue siendo uno de los acuerdos más incumplidos por los países más contaminantes, incluido España. Ni ésta ni Cataluña han iniciado acciones realmente eficaces para reducir las emisiones, por lo que en 2000 superaban el tope de las emisiones asignadas hasta el periodo entre los años 2008 y 2012.
Así, a pesar de las consecuencias que ya hemos percibido y padecido este verano, estamos asistiendo a una pasividad y una desidia inauditas por parte de las administraciones públicas. Sabemos que los tiempos políticos y los climáticos no coinciden, pero es difícil de comprender por qué no se pueden reducir unas emisiones que sabemos a ciencia cierta que nos perjudican a todos, sin ninguna excepción.
Creo que una de las respuestas a esta falta de iniciativa tiene que ver precisamente con que los cambios en los transportes y los modelos de movilidad son los que darían una de las respuestas más significativas a los interrogantes planteados. Y estos cambios dan miedo. Y dan miedo no sólo porque existe una industria muy potente, que siendo cierto que sólo es una parte de lo que alimenta este miedo. Dan miedo porque influyen en la organización de la vida cotidiana, porque tendríamos que replantearnos nuestra ordenación del territorio, nuestro urbanismo, la localización de las actividades y de la vivienda en la ciudad, nuestra política industrial y universitaria, nuestro régimen fiscal, la red de transporte público, entre otras muchas cosas. Conceptos que hemos construido a lo largo del siglo XX bajo el paradigma de la modernidad, que aún hoy impregna muchas de las decisiones que tomamos. Así, aunque sepamos de la influencia de los medios de transporte mecánicos en el deterioro del medio ambiente, aunque lo tenemos perfectamente cuantificado y sepamos dónde y en qué (e incluso cómo) tenemos que actuar, el modelo de movilidad que hemos organizado influye en demasiados aspectos para que podamos permitirnostransformarlo, aunque sabemos que la historia nos juzgará como irresponsables.
Pero lo que sí se podría empezar a pensar es en estos aspectos que influyen en los modelos de movilidad, especialmente en cuestiones relacionadas con el urbanismo y la ordenación del territorio. Evitar la obligación del coche privado en todos los trayectos cotidianos a través de políticas urbanas coherentes, con las densidades adecuadas y la multifuncionalidad requerida. Igual es por ahí por donde tendríamos que ir para evitar que ese coche medio mencionado antes tuviera que emitir esos gases que nos están cambiando el clima. El binomio más transporte privado más calor, lo podríamos empezar a cambiar con menos transporte y más movilidad, que no es nada más que una buena política territorial y urbana.
Carme Miralles-Guasch es profesora de Geografia en la UAB y diputada por el PSC.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.