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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Santa Coloma después de Marte

Nunca como antes en la historia de la Tierra, el planeta Marte había estado tan cerca de Santa Coloma de Gramenet. Bueno, hace poco más de un siglo, H. G. Wells tomó como pretexto una inusual proximidad del planeta vecino para narrar su Guerra de los mundos. Pero aquello fue en Londres, y parece que por ahí los mundos continúan con su guerra llenando a la gente de inseguridad y de dudas. En Santa Coloma, al paso de Marte y de su lanza ha seguido la fiesta mayor, que se celebra en el primer fin de semana de septiembre, cuando el cuerpo empieza a advertir que el día oscurece un poco antes. Hubo un tiempo en que el alcalde de Santa Coloma era un cura comunista. Le siguió una mujer. Socialista. Durante años, fue una populosa ciudad del cinturón rojo situada a un extremo de la línea roja. Hoy la línea de metro continúa y el cinturón de Barcelona ha perdido su voluntad de telón de acero. (Y mucho antes, Santa Coloma fue el territorio por el que campó la banda de la correa, con sus cintos remachados de monedas de dos reales y hebillas de hierro con cabeza de león; pero ésta es otra crónica...).

Durante años Santa Coloma fue una populosa ciudad del cinturón rojo situada a un extremo de la línea roja del metro

Hay un ritmo lento en esta ciudad, de coches que circulan torpes bajo la lluvia y que reflejan la luz de sus faros en el asfalto mojado. La vida es pausada aquí afuera. El dramaturgo Josep Maria de Sagarra eligió Santa Coloma para descansar, y ahora el teatro municipal lleva su nombre. Los truenos retumban sobre los estampidos de los trabucaires, que anuncian el inicio de las fiestas. Un hombre que pasea con su mujer le dice orgulloso: "El trabuco que lleva ése lo hemos barnizado nosotros". Tras la salva, empieza el pregón. Lo lee Manuel Royes, el primer alcalde democrático de Terrassa, otra ciudad de aquella constelación de la periferia que soñó una vez con un planeta rojo. La tormenta ha disuadido a quienes querían escucharle, y bajo el balcón del Ayuntamiento apenas se ha concentrado un grupo de manifestantes con chubasqueros, paraguas y pancartas que reclaman columpios más seguros. En su pregón bilingüe, el ex alcalde exalta "el sentimiento patriótico de la ciudad". Una traductora para sordomudos gesticula a su lado. Los manifestantes la emprenden a silbidos y corean sus eslóganes cada vez con más fuerza. El pregonero eleva asimismo la voz. Y la traductora reacciona gesticulando cada vez más deprisa. La lluvia permanece.

Al día siguiente, con más ratos de sol, se pasea por esta plaza Pasqual Maragall, vestido de paisano, con manga corta, acompañado de Manuela de Madre, sin mangas, y de un séquito de hombres con traje y corbata (pero ésa también es otra crónica..., la de los hombres que rodean a los hombres). Los bares han sacado las mesas a las calles y la gente se toma su tapa antes de que empiece el baile. Algunos tienen colas de más de 50 personas. Patatas bravas, pinchos morunos, caracoles, patas, rabas, pan con alioli, jarras de cerveza, servilleteros con propaganda, servilletas de papel arrugadas, paquetes de tabaco, teléfonos móviles, todo esto es lo que hay encima de las mesas. Una familia habla de una hipoteca y la abuela se toma una Schweppes de limón. Pero, sin saber cómo, la conversación ha derivado a decidir la suerte de un sofá ("¡El sofá está como nuevo!", protesta una de las hijas mayores, que a su vez sujeta por el brazo a una niña de apenas tres años para que no se le escape). Si, por curiosidad, alguien mirase las manos de esos hombres, podría comprobar que la mayoría las tiene embrutecidas e hinchadas por el trabajo. Dedos pequeños y fuertes, a veces con restos de grasa. "En cuatro días, tenemos aquí las navidades". "¡Pero si aún faltan cuatro meses!".

Las atracciones (El Túnel anuncia fenómenos y expedientes X) están instaladas junto al río, que baja crecido y mezcla su olor a jardines y residuos con el del algodón de azúcar. En la orilla de enfrente, Barcelona muestra la espalda de sus pequeñas fábricas. Es de noche y sobre la oscuridad del barrio de Bon Pastor se recorta el humo blanco de sus chimeneas. Al otro lado de la feria, los trabajadores de la línea 9 se emplean a destajo. Están abriendo una boca de metro. Han construido hangares para almacenar material y maquinaria, y las instalaciones resplandecen como naves de otros mundos con su luz blanca y eléctrica. Un obrero aviva el fuego de una hoguera encendida en un bidón. Las cintas transportadoras para extraer la tierra aguardan a que alguien las ponga de nuevo en marcha.

Más hacia la montaña, en la plaza del Rellotge, comparten los bancos los orientales, paquistaníes, magrebíes, latinoamericanos y algunos inmigrantes que ya dejaron de serlo, si es que eso se pierde alguna vez. Esta noche, un espectáculo revive las variedades de El Molino. Una vedette madura promociona sus "frutos secos" y un adolescente que lleva una camiseta de Marilyn Manson la mira embelesado. Vigilan la plaza cinco policías. Hace tiempo hubo en las inmediaciones una batalla campal entre inmigrantes, otra guerra de los mundos. Entre dos arbolillos se extiende una pancarta con la hoz y el martillo. Cuando salen las bailarinas al escenario, todos los que están allí sonríen. Alguien dijo que la clase obrera irá al paraíso. En un bar los de La Rubia Montoya tocan su electroclash de barrio.

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