El espíritu de la 'grupeta'
Triunfo de Unai Etxebarria en Burgos, donde Isidro Nozal consigue al fin el liderato
Habrá barra libre en la cafetería Kaitana, de Amorebieta (Vizcaya). Pasteles y Coca Cola para todos; también cafés. Toda la grupeta del Duranguesado está invitada. Mayo, Zarrabeitia, Horrillo, Pradera, David, Guti, Arrizabalaga y compañía. Y también el Potro, Joserra y Aiarzaguena, a los que, aunque ya no son profesionales, les gusta machacarse con los jóvenes. Paga Unai Etxebarria. Paga obligado y con mucho gusto, como antes, hace un mes, pagó Mayo -qué exageración: pagó rondas hasta cansarse, ésta por lo de l'Alpe d'Huez, ésta por la vez que le arrancaste a Armstrong, ésta por la montaña...; por poco le dejan seco-. Antes había pagado Horrillo, ganador en Austria. Las leyes de la grupeta son sagradas: quien gana paga, deja que se abuse de él. Y Unai ha ganado algo importante: una etapa de la Vuelta. Algo que celebrar con alegría.
Antes que de un equipo, un ciclista es de su grupeta, de la peña de colegas con la que sale todos los días en los entrenamientos. Allí se cuentan sus miserias y sus alegrías, sus ligues, sus sueños, rabias, desazones. Un coche, una chica, una victoria. Luego, llega la carrera, cada uno se pone su maillot, hace publicidad de quien le paga, pero nunca olvida quiénes son sus amigos, la gente de su grupeta, la gente que le da fuerza.
Cuando iban a Gijón, donde empezaba la Vuelta, Horrillo y Unai hablaron, intentaron convencerse de que cada uno iba a ganar una etapa. Como demostró Unai en Burgos no era fe tonta, ilusiones ingenuas. El deseo y el convencimiento eran más fuertes. Horrillo llevaba una temporada reducida a la nada por culpa de un insidioso dolor de espalda. La Vuelta es la penúltima oportunidad para salvar el año. Unai había empezado muy bien, andaba muy fuerte, pero llegó al Tour que encumbró a su equipo, el Euskaltel-Euskadi, y no pudo llegar al apogeo de las cunetas naranjas en los Pirineos. La víspera, en la contrarreloj de las afueras de Toulouse, los comisarios le penalizaron por ir a rueda de un rival: el tiempo que le añadieron supuso un ignominioso fuera de control, oprobio que también sufrió su amigo David Etxebarria -con quien no le une ningún parentesco-, quien, solidariamente, también contribuyó ayer a su rehabilitación en la fuga camino de Burgos y hasta tuvo fuerzas para acabar segundo, un feliz segundo.
La rabia y la clase le alimentaron subiendo el Escudo y luego, una vez capturados aquéllos que habían partido antes -entre ellos, Isidro Nozal, el cántabro de Guriezo que no pudo ser líder en Santander por un problema de puestos y que decidió, de acuerdo con su director, Manolo Saiz, que la mejor forma de ahorrarse disgustos y de ganar el amarillo claramente sería meterse en la fuga del día y ganar por tiempo-, en la travesía heladora de los páramos calcáreos, de las gargantas kársticas, de los cañones que atravesaba la Vuelta.
También le permitieron, mientras David controlaba sus espaldas, arrancar solo, viento de espaldas, cuesta abajo hacia Burgos, donde le esperaban las inevitables preguntas e incomprensiones, las mismas con las que lleva lidiando, inteligente y pacientemente, desde que en 2000 empezó a conseguir victorias importantes. O sea, el asunto de su venezonalismo. Aunque vive en Amorebieta desde que tenía cuatro años, Unai corre con la bandera venezolana en el dorsal. Nació en Caracas porque sus padres, profesores, habían marchado allí unos años a dar clases en misión solidaria y, cuando regresó a España, le dijeron que a los 18 años decidiera si quería pedir la nacionalidad española. "Como ya corría en bicicleta y veía que la mili podría suponer un frenazo en mi progresión, decidí seguir siendo venezolano", volvió a explicar; "ahora sé que puedo pedir la nacionalidad, pero me da mucha pereza. Tendría que perder tres días en Bilbao haciendo trámites". Teniendo una grupeta de colegas como la que tiene, las banderas, evidentemente, son secundarias. O no tan importantes como los pasteles que tendrá que apoquinar.
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