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No perdamos la moral

Tras un agosto poco descansado, entre incendios muy vecinos y noticiarios abrumadores,me dispongo a reanudar esta colaboración quincenal, pero me atenaza una sensación extraña de impotente perplejidad. De tantos temas importantes como hay no sé por cuál inclinarme, pues ignoro la importancia respectiva que le daría cada lector. Incluso temo que no haya tema que le provoque ya reacción alguna como no sean la indiferencia, el tedio o la resignación, y yo siempre pretendo reacciones activas y combativas ante los males, materiales y morales, que nos asaltan por culpa de intereses egoístas de poderosos grupos económicos y de partidos políticos gobernantes de aquí o de allá relacionados con ellos. ¿Por dónde empezar, pues? Podría hacerlo por el desastre humano y fracaso político de un Afganistán e Irak invadidos y de la "hoja de ruta" palestino-israelí; por las catástrofes naturales de todo tipo, incluidos los incendios de Cataluña, causados por los negocios de unos pocos o la desidia de los gobernantes; por la abundancia de los siniestros laborales o por carretera; por la violencia de género, que no decae; por el sofisticado pucherazo con el que el PP ha logrado impedir la victoria electoral de la comunidad madrileña sobre las mafias inmobiliarias presuntamente relacionadas con dicho partido, sin que el íntegro y valeroso fiscal anticorrupción Jiménez Villarejo haya podido intervenir en tan flagrante y escandaloso asunto porque lo ha impedido el fiscal general, no del Estado, sino del Gobierno; por la campaña denigratoria, tergiversadora y ridícula contra Pasqual Maragall por parte del PP y CiU unidos ante su propuesta de región mediterránea interfronteriza y su proyecto autonómico-federal, unánimemente apoyado por el PSOE en Santillana del Mar. Hablar de todo ello para empezar sería empezar para no acabar. Deberé una vez más relacionarlo todo con todo, pues la realidad es siempre una y los árboles impiden que nos fijemos en el bosque.

Detrás, y como causa de cuanto he citado casi al azar, resulta evidente a cualquier visión mínimamente sensible la falta absoluta de moralidad. Hasta la sonrisa que intuyo en más de un lector al mentarla es un índice del desprestigio que tiene su nombre como consecuencia de su progresiva desaparición del comportamiento público y privado, sin que las gentes la echen en falta, pues lo inmoral se ha convertido en amoral y el todo vale ya no es una excepción, sino la regla. Lo mejor que se puede decir de esto es que las buenas personas, ni amorales ni inmorales, están desmoralizadas, es decir, sin moral, sin espíritu vivo. Sin ánimos.

Una forma de amoralidad sistemática es el principio capitalista liberal del propio interés y máximo beneficio peti qui peti. Aplicado a las relaciones internacionales, supone los miles de víctimas que en Oriente han ocasionado las invasiones bélicas, el negocio de la "reconstrucción" de lo destruido y el lento genocidio que un Israel nazi practica con el pueblo palestino. Amoral también el reciente acuerdo europeo de incluir en la lista de terroristas a la única defensa que le queda a ese pueblo. Y ¿no son actos de terrorismo continuado desencadenar catástrofes naturales por no controlar los procesos de producción, o el ahorro mezquino de seguridad laboral en las empresas, o la publicidad que bombardea a insensatos admiradores de una velocidad que a ningún automóvil debe permitírsele por ser una inducción al asesinato o al suicidio? ¿De dónde proviene en último término la violencia doméstica si no es de unos hombres previamente desmoralizados, desesperados por ser víctimas inconscientes de un sistema de vida y de trabajo que los degrada y enloquece? Pero ¿quién transmite, vulgariza e impone ese sistema como algo normal y deseable sino los medios de comunicación regidos por el lucro en exceso, que en vez de educar y fomentar el espíritu del público hunden a la gente en sus pasiones más tristes y vulgares creando ese círculo infernal de una audiencia que pide cada vez más que la degraden?

La otra forma de amoralidad sistemática, ligada a la anterior, es la mentira. No se pueden proyectar guerras interesadas desde regímenes teóricamente democráticos sin mentir, como lo han hecho Bush, Blair y Aznar-Rajoy. No se puede sostener un poder económico fiel al Gobierno del PP, basado en el negocio inmobiliario, sin invalidar la voluntad de la región madrileña mediante la astuta mentira de organizar un espectáculo de gran guiñol que perjudique a la víctima del fraude como si la corrupción fuera suya y no del corruptor. Tampoco se puede impedir que los demócratas de verdad obtengan el apoyo electoral de unos votantes bien informados, educados políticamente, libres y conscientes, si no se les miente desde los gobiernos español y catalán a través de los poderosos medios que controlan en práctico monopolio cuando, en unísono contradictorio, tachan a Maragall de nacionalista antiespañol y de españolista anticatalán; de divisor de España con la cuña de una Corona de Aragón (¡?) de nuevo cuño y de destructor de Cataluña porque pretende sacarla de un letargo que dura demasiado. El porqué de tanta mentira es el temor a una reorganización del territorio español (la España en red y no radial, las regiones interfronterizas con Francia y Portugal) que ponga en peligro ese poder económico centralizado y radial creado por los gobernantes del PP, y, asimismo, una reorganización del país catalán que regenere el mundo rural, tan abandonado (como hemos visto este verano) por el caciquismo clientelista de una Generalitat más nacionalista que nacional de verdad.

¿Cómo se combate toda esa inmoralidad amoral? En primer lugar, no desmoralizándose los ciudadanos, que es lo que pretenden los que no tienen otra moral que su propio provecho y no dudan, imperturbables y con toda la cara del mundo, en faltar a la verdad para poder faltar a la justicia. Y, a renglón seguido, proclamando una y otra cada uno de nosotros de boca a oreja, como modestos pero decisivos agentes al servicio de los confundidos por tanta publicidad embustera de los poderosos. Y, en fin, por los caminos de la participación electoral, sin abstencionismos que son votos, jubilando del poder de gobernar (que, en realidad, es tan sólo mandar) a quienes juran en vano el nombre de la patria, ya sea española o catalana, para ocultar su interés particular de seguir en el mando o en el negocio.

Analizando algunas encuestas, crece la preocupación por la coherencia y consistencia de las opiniones recogidas sobre cuestiones políticas que afectan a España. La impresión es que mucha gente está dividida entre su instinto natural de juicio y la presión recibida por los instrumentos de propaganda del poder establecido. Si esas opiniones se tradujesen en votos, la amoralidad habría alcanzado sus objetivos. Frente a ese terrible mal parece muy poca cosa la acción ciudadana que propongo de decir la verdad al vecino, al amigo o al compañero, o, en todo caso, recordarle que le han mentido muy a menudo, ya fuese sobre el Prestige, o acerca de la guerra de Irak, o de la huelga general que nunca existió. Pero no tenemos más herramientas que la voz y la palabra, es decir, nuestra digna y limpia condición humana.

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J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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