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Columna
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Marianín fuma puros

Ocurría pocas veces que el profesor Aznar tuviera que ausentarse de clase, ya fuera para recibir instrucciones del padre prefecto, ya para otros menesteres más píos. Una atmósfera de alto secreto y habladurías rodeaba a aquellas ausencias, de las que nada bueno solía salir para la integridad física o moral de los alumnos. Pero, en todo caso, constituía un intervalo de cierta relajación, que los más revoltosos aprovechaban para hacer de las suyas. Solía quedar entonces la clase sólo al cuidado de alguno de los pelotas más preclaros (Arenín, Javierín, Rodriguito o Marianín), que se limitaría a apuntar en la pizarra, aunque con raro frenesí, el nombre de los alborotadores. Esto no impedía que el espacio aéreo del aula se llenara de insólitos proyectiles, los tinteros de polvo de tiza y moscas despanzurradas, y que de las papeleras salieran humos sospechosos. En particular, era la última banca, donde se concentraban unos cuantos andaluces, eternamente díscolos, de donde surgían las más audaces anomalías. Menos la del humo, que extrañamente procedía de la primera banca, donde se sentaban muy juntitos los cuatro luceros.

Pero aquella mañana ya no se trataba de una ausencia temporal, sino que el profe había solicitado el relevo, nadie sabía por qué ni para qué. Se decía que para dedicarse en cuerpo y alma a las misiones que la congregación tenía por tierras de moros, toda vez que sus buenos contactos internacionales así se lo demandaban. A la última banca le importaba un pífano cuál fuera la verdadera razón, pero se sintieron muy alarmados cuando vieron que, a guisa de despedida y con grandes miramientos, tomó de la mano a Marianín y lo subió a la tarima, lo sentó en su sillón, le entregó un papelito doblado y le dio instrucciones al oído, mientras señalaba precisamente hacia ellos, con dedo terrible.

En cuanto se quedó al mando, a Marianín se le esponjó la cara, tal vez por sentirse tan cerca de los dos retratos que había a sus espaldas, el de Franco y el del santo Escrivá. Encomendándose a ellos interiormente, desplegó el papelito y con voz de falsete pero enérgica gritó: "¡Dictado!". Cohibidos por la novedad, todos se aprestaron a escribir: "Las playas de Galicia están esplendorosas, repito: es-plen-do-ro-sas. Los obispos nombran profesores de religión porque Dios, repito, Di-ós, así lo quiere. El Estado no le debe a los andaluces ni 700 mil millones ni nada, repito, ni-na-da. Pero les vamos a regalar dos cár-ce-les. El problema de la inmigración en la costas andaluzas está controlado, con-tro-la-do. La paz internacional exige, e-xi-ge, nuestro sacrificio en Irak y donde los americanos manden. Por eso vamos a ampliar, am-pli-ar, la base de Rota, también en Andalucía, con dinero es-pa-ñol. ¿De qué se quejan los an-da-lu-ces?". En aquel momento se oyó un grito, proveniente de la última banca: "¡Marianín fuma puros!". El aludido se puso rojo como un tomate, pero logró dominar su cólera y siguió dictando: "Queda derogada la pro-hi-bi-ción de fumar en centros oficiales, menos en An-da-lu-cía. Pun-to".

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