Zafra y lluvia
Cuando no sabíamos qué decir, se echaba mano del tiempo. Hoy se ha convertido en algo temible, cuyos bruscos e inclementes cambios llevan la desolación a todas partes. Es una especie de terrorismo a lo divino que sobreviene de improviso y azota con siniestra imparcialidad. Puedo comprender que Dios estuviera indignado con el comportamiento de los hombres y que enviara el Diluvio. Es una deducción que han extraído preclaras mentes la de que, vistos los pobres resultados de aquella exhibición, el Señor renunciara a inundar de nuevo este mísero planeta. O no, como diría el nuevo candidato, porque enormes extensiones de terreno, ciudades, pueblos, llanuras y valles sufren indistintamente los rigores de una deidad que parece singularmente enojada con el género humano. Granizo del tamaño de un puño, lo mismo arruina la cosecha de naranjas levantinas que machaca el parabrisas y la carrocería de los automóviles a la intemperie, sin distinción de marca ni modelo. Un mal rayo puede partir puntos esenciales en una central de energía eléctrica y nos quedamos sin luz, cuando la consideramos un ingrediente básico e inamovible en nuestras vidas. Según las noticias que llegaron del reciente gran apagón de Nueva York, sólo la terrible experiencia previa del 11 de septiembre dominó un pánico de incalculables dimensiones.
En el Madrid de mediados del pasado siglo estábamos muy apercibidos ante el frecuente apagón, reliquia de las restricciones de fluido que habíamos soportado antes. Y no faltaban en ningún hogar decente las velas y las cerillas, bien a mano. Hoy dudo que sea precaución tomada en cuenta por la mayoría de los ciudadanos. Y ciudadanas, por supuesto, como no dejaría de puntualizar el señor Llamazares.
Ha sido especialmente duro este verano último, pero por fortuna, hasta ahora, los calurosos rigores no han comprometido el nivel de los embalses, cuyo inédito problema es que se desborden una vez más por culpa de esa gota fría de la que antes no se oía hablar, o no era tomada en cuenta. Y así vamos, entre la parrilla de San Lorenzo y las cataratas del Niágara. Entre nosotros era una frecuente expresión decir que llueve más que cuando enterraron a Zafra y supongo que mucha gente conoce el origen de esa circunstancia, que debe ser una leyenda fronteriza, pero me permito traerla aquí, por si se abren las esclusas del cielo, que era otra frase empleada por los reporteros cursis y para instrucción de la gente joven.
Hay que retroceder a mediados del siglo XV. El año 1460 fue de excepcional sequía. Secáronse los árboles y ni siquiera granaron las semillas, el ganado muere en los abrasados campos y la gente no consigue un buche de agua. El singular propietario del único manantial era el feroz conde de Zafra, que levantó el puente levadizo de su fortaleza para reservarse el precioso líquido. No debe tener relación alguna con la villa pacense, feudo de los duques de Feria, cuyo castillo es hoy un excelente parador. Pena de muerte o severísimo castigo para el que siquiera mojase los dedos para santiguarse sin su permiso.
El caso es que una gitana, o una mora de extramuros, se deslizó, cómplice de la noche, a través de la barbacana o saetera de una almena cercana a la codiciada fuente. Llenó la cántara, con destino a sus sedientos hijos, pero un desafortunado traspiés desveló al centinela, que la llevó ante el odioso conde. La obligó a estrellar la vasija de barro contra el suelo y ordenó que la diesen tantos palos como pedazos se hiciera. Recibió en los lomos siete soberanos garrotazos y la expulsaron del recinto. Como si fuera una Scarlata O'Hara medieval, levantó el puño e imprecó: "Siete palos me dieron, conde de Zafra, y maldigo y emplazo tu vida en siete días. El próximo martes morirás, las aguas van a sobrarte y tus despojos navegarán sobre ellas". Así fue sucedido.
Debía tratarse de una acreditada profetisa y experta meteoróloga, pues unas horas después de la paliza se apoderó del noble una incontenible tiritona, con alta fiebre y tan agudos dolores que supusieron una semana de espantosa agonía. Murió al arrancar el amanecer del siguiente martes y cayó tan descomunal aguacero que inundó el alcázar y todos sus aposentos, llevándose la riada el ataúd del conde de Zafra que naufragó, despeñándose por el precipicio.
A mi modesto entender, la morisca se pasó, por mucha razón que tuviera.
Hay que andar con cuidado cuando hablamos del tiempo.
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