Una época galdosiana
Llegaron las lluvias, algo remotos ya los calores de un agosto sin misericordia, pero la impresión es que casi todo lo que cuenta quedará aplazado hasta ver lo que pasa en marzo, que vendrá a ser más o menos lo de abril
Una furtiva lágrima
Es lo que tiene también la derecha más dura. Un corazoncito sensible que esconde en lo más hondo de su cota de malla de a diario, un tanto a la manera de un José María Pemán cualquiera. Al presidente del Gobierno no le ha temblado el pulso al hacer de telonero en la invasión de Irak, envenenar la situación en el País Vasco o descargar contra sus adversarios políticos la vileza reservada a los peores enemigos personales. Pero a la hora de pasar los trastos de matar a su amigo Rajoy, se le escapa una lagrimita al mencionar a sus secuaces Rodrigo, que tendrá que esperar un buen rato para reponerse, y a Jaime, el mayor azote del PP contra el nacionalismo periférico desarrollado. Ahora, cabe esperar que a partir de marzo el señor del bigotito salga algo menos en las teles nacionales que el señor Zaplana en la suya de toda la vida, que es la nuestra todavía.
Medio año largo
Más que paréntesis, será un encono continuo donde se cruzarán alardes de todos los calibres. Hasta que dispongamos de las imágenes del TAC de las elecciones generales de marzo, no habrá manera de saber si Francisco Camps dispone de un modelo propio de gestión menos desdeñoso con el valencianismo de corazón que su saltarín antecesor, y tampoco si la ironía galleguista de Mariano Rajoy renunciará a los complejos históricos de una derecha heredera todavía de las humedades imprevisibles de Fraga Iribarne. Es tiempo de retiradas, y eso es siempre un buen síntoma político. Sobre todo si contribuye a despejar el síndrome de hacer oposición a la oposición desde el Gobierno, el que sea. "El mundo va a cambiar de base", clamaba La Internacional con un lirismo de circunstancias no del todo ajeno al Cara al Sol. Es lo que hay que exigir de los políticos que encuentren su reválida en marzo.
Aprovechar lo que se tiene
Ningún leguleyo de tres al cuarto se embroncaría con la demolición del Teatro Romano de Sagunto si desde su rehabilitación se hubiera utilizado ese espacio privilegiado, a escasos kilómetros de Valencia, de una manera algo más atractiva. La afluencia de uso es lo mejor para liquidar polémicas estúpidas, pero esta es la hora que en ese inacabado escenario se representan poco más de una docena de espectáculos -y no siempre bien elegidos- durante los fines de semana del mes de agosto, cuando la bonanza del clima permite programar allí lo que sea desde junio hasta mediados de septiembre. Ante esa dejadez, todavía resulta más estrafalaria la idea de construir un teatro de nueva planta a unos cuantos cientos de metros del antiguo recinto, no se sabe si para hundirlo en la miseria o para albergar acontecimientos incomparables y de fama internacional dos o tres veces al año.
Agua para todos
El problema del Plan Hidrológico Nacional no es su necesidad sino su uso como agua arrojadiza por parte de esos políticos que tantas veces han demostrado carecer de todo escrúpulo. Son los mismos que creyeron llevar el agua a su molino con vilezas del tipo de que el desbordamiento del Ebro el verano pasado se habría evitado de haber puesto ya en marcha ese plan en el que tanto golfista del cemento tiene depositadas todas sus esperanzas. Francisco Camps parece haber optado finalmente por insistir en las ambigüedades de sus adversarios políticos, tanto en este asunto como en otros, sin reparar siquiera en que esas vacilaciones calcan hasta el milímetro cierto número de contradicciones reales que no se resolverán adoptando medidas precipitadas. Lo mismo sobre el problema de las autonomías. El "café para todos" de Adolfo Suárez no tiene por qué solaparse ahora con una más que problemática promesa de "agua para todos".
Crónica de la realidad
Se trata tal vez de un impulso generacional, o acaso de un tardío ajuste de cuentas. Lo cierto es que no hay manera de hojear casi ninguna novela de las que se escriben por aquí sin toparse con la voluntad del autor de erigirse en cronista municipal, o comunitario, cuando no transnacional, en general echando mano de un insufrible tono de reproche. El poder de la ficción narrativa sucumbe sin remedio ante una realidad mediocre en la que el autor parece persuadido de que su opinión contada habrá de ser del mayor interés para los lectores. Esta vuelta a las aficiones notariales de Galdós debe tener alguna relación con la desesperanza acerca del futuro, porque sólo la desazón hacia el presente se refugia en las argucias del pasado, un tanto a la manera del psicoanálisis profano. Así las cosas, todavía está por aparecer quien -renunciando a hablar de sí mismo y a intentar la crónica de su tiempo-, escriba algo digno de ser leído sin bostezos.
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