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El coleccionista

Los amantes de la naturaleza son personas atentas a los menores vestigios de cambio. Una tonalidad ligeramente diferente en el color de las hojas de un arbusto anuncia el otoño o, tal vez, una enfermedad de la planta. Un súbito irrumpir de botones negros en la verde mata de moras nos advierte que ya están listas para comer. Una leve huella en el suelo, tan apenas un poco de tierra removida, nos permite reconocer el paso de una liebre o de un jabalí. Pero también existen los amantes de la urbe, los especialistas en la detección de las trayectorias de los ciudadanos. Su táctica es parecida a la de los anteriores.

Unos cartones amontonados en un rincón denuncian que allí pasó la noche un indigente, tal vez un inmigrante sin papeles. Cascos de botella abandonados y un pringue increíble en el pavimento son indicio de la marcha juvenil de la víspera. Restos de arroz aplastado a la puerta de una iglesia constituyen la crónica de una boda.

Junto a estas pistas esporádicas y sólo reconocibles por el cazador, hay otras que indican un cambio brusco del paisaje y que denuncian la acción intencionada del hombre. Son poco emocionantes. Un arbusto recortado, un parterre de flores que hace juego, un árbol inverosímil para el clima de la ciudad interrumpen de repente la mancha de césped: se trata de un parque público. Pues bien, en geografía urbana también existen acumulaciones de pistas que cambian bruscamente las expectativas creadas. Algunas, como en el caso anterior, resultan poco interesantes. Gente que arrastra carros cargados de cosas, escaleras mecánicas, niños que comen hamburguesas o helado, tiendas, música ambiental: es un hiper, seguro. Sin embargo, otras veces el artificio, tal vez porque resulta consustancial a la ciudad, esconde secretos apasionantes. Una fuente de sorpresas la constituyen los quioscos. De repente, en septiembre, vuelven las colecciones que se venden en entregas semanales. Son increíbles: de relojes, trenes, abanicos, huevos pintados (han leído bien)... Uno se pregunta cómo es posible que se vendan estas cosas. Todos somos más o menos coleccionistas de algo y que levante la mano el que de niño no coleccionó sellos, cromos o tebeos, pero, ¿reproducciones? Intrigado por el asunto consulté a mi quiosquero habitual y éste me sacó de dudas: resulta que todas estas promociones las compran siempre las mismas personas, o sea que el que se hace con la colección de cascos guerreros en miniatura también se compra la de tazas de porcelana y así.

Acabáramos. Estas personas no coleccionan esto o aquello, coleccionan colecciones, que es diferente. Bien, y qué pasa. Pues mucho. Porque en esta clase de obseso del coleccionismo es en lo que llevan camino de convertirse nuestros partidos políticos. Veamos.

En principio, se supone que los representantes de la voluntad popular están haciendo en cada momento un esfuerzo para interpretarla. Así funcionaba la democracia ateniense cuando los gobernantes asistían al ágora para enterarse cada día de lo que pensaban los ciudadanos. Digamos que andaban por el campo y prestaban atención a las pistas más sutiles. Con el tiempo esta democracia primigenia se volvió muy complicada y hubo que inventar el parlamento, un ágora reducida en la que las distintas pistas se reunían de forma inconexa, un poco como las plantas de un jardín: los de derecha, los de izquierda, los nacionalistas, etc. Hasta aquí todo bien. El parlamento resulta una limitación necesaria y los parques urbanos también. Pero ahora estamos asistiendo a algo mucho más raro. Una cosa es que haya diputados de varios partidos y otra que lo que dicen (que es lo que deberían transmitir) coincida al cien por cien con las consignas del jefe. No está escrito en ningún sitio que derecha signifique por fuerza monogamia, centralismo y adoración del imperio USA, ni que izquierda suponga exactamente lo contrario. Las sociedades modernas son muy complejas y hay votantes de derechas que están divorciados y votantes de izquierdas entusiastas del american way of life. Ello por no citar la cuestión territorial, en la que las tradiciones históricas de ambas corrientes son más bien las contrarias, una CEDA más o menos federalista a babor y un jacobinismo republicano a estribor. ¿Acaso se han vuelto todos locos? Puede que este no sea un buen momento para abrir la caja de Pandora constitucional y, desde luego, es un error plantearlo como estrategia electoral, pero de eso a convertirlo en un tabú media un abismo. No nos engañemos: muchos españoles están hartos del nacionalismo (sobre todo vista la deriva etnicista que ha tomado en el País Vasco), pero muchos también están hartos del modelo Cid Campeador. O sea que tenemos un problema. Los problemas no se resuelven solos, hay que hablar largo y tendido y debemos hacerlo nosotros, los ciudadanos, no ellos, los políticos.

Porque ya se ve cómo lo hacen: reuniéndose cada oveja con su pareja para realimentarse mutuamente en sus dogmas de fe, o sea, apuntándose a las promociones de coleccionables.

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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