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LECTURAS DE AGOSTO

Veinte años y un día

Nuestra guerra -había dicho Hemingway-. Todos decís lo mismo. Como si fuese lo único, lo más importante al menos, que podéis compartir. El pan vuestro de cada día...

Mascullaba entre dientes, soliloqueando.

Y es cierto que tenía un acento yanqui inconfundible.

Ocurrió dos años antes. ¿Tanto tiempo ya? Pues sí, era fácil de contar: a finales de mayo de 1954. Poco más de dos años. Y fue en El Callejón, un restaurante de Madrid.

Leidson almorzaba con Hemingway y gente del toro. Recuerda a Domingo Dominguín. No sólo porque éste fuera memorable, también porque fue Domingo quien habló por primera vez de aquella muerte antigua.

Estaban en la sobremesa, se bebía bastante. El cocido, como de costumbre, madrileño. A Michael Leidson le apasionaba la historia de España, no sólo la reciente. Pero no la cocina española. Mejor dicho, solía gustarle, pero le hacía trizas el estómago. Cocido para todos, no pudo evitarlo: la tarde sería de siesta y flatulencias.

"En mayo de 1954, de todos modos, en El Callejón, Hemingway contó otra versión de aquella misma historia. No sólo más verosímil, también más acertada como narración"
"Leidson estuvo a punto de decirle a Hemingway que tal vez no fuese sólo la muerte lo que compartían los españoles en el recuerdo, acaso eucarístico, de la guerra, su guerra"
"Así, al perpetuar aquel recuerdo, los campesinos perpetuaban su condición no sólo de vencidos, sino también de asesinos. O de hijos, parientes, descendientes de asesinos"
"Los braceros de la finca, les dijo, se negaban a hacer al día siguiente el papel de los asesinos del 36. 'No quieren hacer la función', concluyó abruptamente"
"Veinte años no son nada, señora. Todo lo que queda de siglo deberían estar repitiendo esa ceremonia, o alguna parecida. Ellos y sus descendientes: de raza le viene al rojo, ya se sabe..."
"Leidson le escuchaba, entre horrorizado y divertido. Ya casi no quedaban, pensó, ejemplares humanos tan representativos de la hispana barbarie"

Hemingway acababa de contar una anécdota de su primer regreso a España, después de la Guerra Civil. Se habían reído. Algunos años más tarde, cuando Leidson leyó The dangerous summer, un relato de don Ernesto, aquella misma historia se contaba de otra manera. Menos interesante, por cierto. En el libro, que reseña la temporada taurina de 1959 con el constante desafío y mano a mano, henchido de inevitable sangre, de Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, la historia de aquel viaje a España se presenta, en efecto, de forma un tanto solemne. Incluso con algunas gotas de megalomanía.

Según la versión impresa, más grata desde luego para el narrador, el policía de fronteras en Irún habría conocido inmediatamente a Hemingway, se habría levantado para saludarle, felicitándole por sus novelas, que aseguraba haber leído. Difícil de creer, sin embargo. No parece plausible que en 1953 un policía de la dictadura hubiese leído, y apreciado, la obra novelesca de Ernest Hemingway.

En mayo de 1954, de todos modos, en El Callejón, Hemingway contó otra versión de aquella misma historia. Otra versión de su regreso a España. No sólo más verosímil, también más acertada como narración. Al fin y al cabo, a un novelista cabe exigirle aciertos narrativos, no sólo mínimas verdades.

En El Callejón, en la morosa charla de la sobremesa, Leidson escuchó una primera versión de aquella historia del regreso. Según ésta, el policía habría comentado al revisar el pasaporte de Hemingway: "¡Hombre!, se llama usted como aquel americano que estuvo con los rojos, durante nuestra guerra...". Habría levantado la vista al decirlo. Y Hemingway le habría contestado: "Me llamo como él porque soy precisamente aquel americano que estuvo con los rojos durante vuestra guerra...". El policía dio un respingo. Se le llenó la mirada de rabiosa negrura. Impotente, sin embargo. Un yanqui era un yanqui, intocable, hubiera estado con los rojos, con los blancos o con el mismísimo demonio.

Se rieron, alguien contó otra anécdota de aquellos tiempos.

Más tarde, Hemingway volvió a hablar de la Guerra Civil.

-Nuestra guerra -murmuraba-. Todos decís lo mismo. Como si fuese lo único, lo más importante al menos, que podéis compartir. El pan vuestro de cada día. La muerte, eso es lo que os une, la antigua muerte de la guerra civil.

Leidson estuvo a punto de decirle a Hemingway que tal vez no fuese sólo la muerte lo que compartían los españoles en el recuerdo, acaso eucarístico, de la guerra, su guerra. También la juventud: el ardor. Aunque quizá no sea la muerte más que uno de los semblantes de la ardorosa juventud.

O viceversa, váyase a saber.

Pero en aquella ocasión no dijo nada. Los demás sí. Los españoles que asistían al almuerzo tenían todos algo que decir. La guerra, nuestra guerra: su juventud. Todos habían luchado en aquella contienda, 18 años antes. Pero no todos en el mismo bando. Ahora bien, ni los unos ni los otros parecían tan convencidos hoy de sus razones, o de sus ideales sinrazones, como sin duda lo estuvieron en 1936: lo bastante convencidos, antaño, como para haberse jugado la vida.

Domingo Dominguín, creyó entender Leidson, había luchado con los nacionales. Al parecer, en una milicia de Falange. Fue herido al comienzo de la guerra. Otro de los comensales, de más edad que Dominguín, un antiguo banderillero allegado a la familia de éste, había estado con los rojos. Se burlaba cariñosamente de Domingo, de su remoto pasado falangista. Aludía con benévola sorna a sus aventuras en el hospital de sangre. Todas las monjitas estaban enamoradas de él, comentaba el banderillero, y se las calzaba, el muy fresco, tan a gusto en su lecho de dolor.

Se rieron, se siguió bebiendo.

A Michael Leidson le pareció que, a fin de cuentas, ya no enfrentaban a aquellos hombres las pasiones de antaño. No de la misma manera en todo caso. Los que habían luchado con los nacionales -el propio Dominguín en primer lugar- parecían estar muy de vuelta. Parecían ahora más de izquierdas, incluso más radicales, que los que habían estado con los rojos, y ahora tenían cierta propensión a criticar, ante todo, los excesos o errores de su propio bando.

Fue entonces, en el barullo de una charla entrecruzada, cuando Domingo Dominguín contó la historia de aquella antigua muerte.

Habló sin apartar la mirada de Hemingway y de él. Se lo contaba a ellos, por encima de las anécdotas, las risotadas y las exclamaciones de los demás. Les contaba aquella muerte porque estaban fuera de ella, más allá de esa vivencia. Es decir, más allá de aquella sangre de la Guerra Civil, al otro lado de la memoria de esa sangre. Aunque próximos a ella. Capaces de entender por tanto el sangriento mensaje -¿estéril, repetitivo, absurdamente heroico, injusto, necesario?- de aquel pasado.

Hemingway calentaba una copa de alcohol en la cuenca de sus manos, absorto.

El 18 de julio de 1936, contaba Domingo Dominguín, en una finca de la provincia de Toledo, los campesinos, al enterarse del alzamiento militar, habían asesinado a uno de los dueños. El más joven de los hermanos. El único liberal de la familia, por otra parte, según decían en el pueblo. Pero es que la muerte no siempre elige a sus prometidos. No los elige a sabiendas en cualquier caso. Son sus prometidos y nada más.

Aquella muerte, sin embargo, aun siendo la causa de todo, era lo de menos. Hubo tantas aquellos días. Lo interesante era lo que vino luego. Cada año, en efecto, desde el final de la Guerra Civil, la familia -la viuda, los hermanos del difunto- organizaba una conmemoración el mismo día 18 de julio. No sólo una misa o algo por el estilo, sino una verdadera ceremonia expiatoria, teatral. Los campesinos de la finca volvían a repetir aquel asesinato: a fingir que lo repetían, claro. Volvían a llegar en tropel, armados de escopetas, para matar otra vez, ritual, simbólicamente, al dueño de la finca. A alguien que hacía su papel. Una especie de auto sacramental, así era la ceremonia.

Los campesinos volvían a sumergirse -es decir, se veían obligados a sumergirse- en el recuerdo de aquella muerte, de aquel asesinato, para expiarlo una vez más. Algunos, los más viejos, tal vez habían participado en la muerte de antaño, al menos pasivamente. O habían asistido a ella. O tenían de ella noticia directa, memoria personal. Otros, los más, que eran los más jóvenes, no. Pero se veían zambullidos cada año en aquella memoria colectiva, culpabilizados por ésta. No habían sido los asesinos de 1936, pero la ceremonia los hacía en cierto modo cómplices de aquella muerte, obligándoles a asumirla, a hacerla de nuevo presente, activa.

Un bautismo de sangre, en cierto modo.

Así, al perpetuar aquel recuerdo, los campesinos perpetuaban su condición no sólo de vencidos, sino también de asesinos. O de hijos, parientes, descendientes de asesinos. Perpetuaban la insufrible razón de su derrota al conmemorar la injusticia de aquella muerte que justificaba alevosamente su derrota, su reducción a la condición de vencidos. En suma, aquella ceremonia expiatoria -a la que solían asistir algunas de las autoridades de la provincia, civiles y eclesiásticas- ayudaba a sacralizar el orden social que los campesinos, temerariamente, sin duda -temerosamente también, como puede suponerse-, habían creído destruir en 1936 asesinando al dueño de la finca.

Nadie dijo nada cuando Dominguín terminó de contar. Acabó de redondearse, transparente y espeso, el silencio en ciernes desde el comienzo del relato. Michael Leidson cerró los ojos, intentó imaginar el paisaje, los rostros, el ceremonial de la expiación. Hemingway bebió un largo trago de alcohol, murmuró algo, una sola sílaba sibilante. "Shit". Mierda, sí, nunca mejor dicho.

Fue dos años antes, más o menos, en El Callejón.

Pero Michael Leidson no es novelista.

Aquella noche, después de la cena, cuando se retiró a su habitación de La Maestranza y anotó en su dietario los acontecimientos de la jornada, no empezó su relato por la sinagoga del Tránsito, por la evocación de Samuel Leví. Pensó, eso sí, fugazmente, que nunca se sabe cuándo comienza realmente una historia. También se acordó de Hemingway y de Théophile Gautier. Evocó, cómo no, la figura de su madre, Raquel L. Toledano. Pasaron por su mente -si es que la mente puede considerarse un lugar por donde algo pasa- recuerdos o imágenes más o menos borrosos. De haber sido novelista, todo aquello habría ido agregándose sin duda a la nebulosa de una novela en curso. O hubiera provocado el movimiento de espiral centrípeta que suele dar origen a una nebulosa novelística. Pero Leidson no era novelista, no se le planteaban de esa manera los problemas de una articulación narrativa.

Por ello, después de algunos instantes de indecisión, de ensoñación, fáciles de admitir al cabo de una jornada tan llena de acontecimientos y hasta de sorpresas, Michael Leidson comenzó a escribir en el cuaderno rojo, de tapas de cartón, de su dietario.

"17.VII.56. Eloy Estrada, La Prosperidad: extrañamente no se acuerda de nada. La viuda alude a él con desprecio. Historia del abuelo Avendaño, de su forma de hacerse propietario de la casa: en gran parte, leyenda familiar, dice la viuda. Quismondo: tuve tiempo de leer lo que se dice de este lugar en el Madoz (¡tienen el Madoz en la biblioteca de la casa, bienvenido prodigio!) y además topé en la misma estantería con un libro de John Maynard Keynes dedicado al difunto José María. Luego, ella me explicó esto de Keynes (¡qué novela, si fuese novelista en vez de meramente historiador!). Almuerzo: solo con las dos mujeres, la viuda, la Avendaño (Mercedes, y de apellido propio, Pombo) y la otra, Raquel (pero ni Leví ni de Toledo). Difícil definir, intuir incluso, las relaciones entre ambas. Parecen viudas las dos del mismo hombre. Hice preguntas acerca del día de hace veinte años. Así se aclaró lo de los muertos: su marido, José María, y un muchacho de la finca, apodado El Refilón, no recuerda ella por qué, que fue jefe de partida guerrillera por los montes de Toledo. Luego, brevemente (me pareció que con cierta reticencia, como si no quisiera entrar en recuerdos íntimos), contó algo de su viaje de novios. Italia, París, Biarritz. (La Saturnina de que habló, ¿será la Satur de Estrada? Seguramente. La noche de san Jurjo, así como suena...) Regreso a Madrid, en julio, por la situación política. Lectura de Lorca, La casa de Bernarda Alba, en casa de Eusebio Oliver, un médico, pocos días antes del comienzo de la guerra. A las cinco interrumpidos por la llegada de los hermanos del muerto (o del finado, como dicen en Abc). El primogénito, José Manuel: inteligente, duro, hombre de dinero, de poder. José Ignacio, el jesuita: refinado, cultísimo. Antes de la cena me encontré con Benigno Perales, secretario-bibliotecario o algo así, un tipo estupendo. Hablamos algo, a solas. Estaba también invitado el don Roberto que tanto parecía impresionar a Estrada (no conseguí saber su apellido, todos le llaman por su nombre), comisario de la Brigada de Investigación Social. Astuto, nada primitivo, buen conversador, mal enemigo, me imagino: peligroso. Increíble discusión, en un momento de la cena, sobre la virginidad".

No recordaba Leidson cómo había comenzado aquella discusión acalorada. Intentó hacer memoria. De todas maneras, cualquier cosa podría haber encendido la áspera y confusa controversia, cualquier chispa ocasional. El ambiente estuvo tenso desde el comienzo.

Apenas se hubieron sentado -Mercedes Pombo había colocado a Leidson a su derecha y al cuñado jesuita a su izquierda; frente a ella, a su otro cuñado, flanqueado éste por don Roberto y Benigno, quien se alegró de esta disposición, ya que así evitaba estar directamente expuesto a la mirada inquisitiva del comisario-, el primogénito de los Avendaño les explicó cuál era el problema que había provocado tanto retraso.

Los braceros de la finca, les dijo, se negaban a hacer al día siguiente el papel de los asesinos del 36. "No quieren hacer la función", concluyó abruptamente.

¿La función? Hubo un instante de desconcierto, se miraron los comensales. ¿Qué estaba diciendo José Manuel? Luego, Leidson se acordó del almuerzo de hacía dos años en El Callejón, la primera vez que había oído hablar de aquella extraña ceremonia expiatoria. "Es como una especie de auto sacramental", había dicho alguien, tal vez el propio Dominguín.

"Shit" ("mierda"), había murmurado Hemingway, más prosaico y contundente.

A Leidson le había impresionado que tanto tiempo después de la Guerra Civil los campesinos de la finca continuaran aceptando un papel de asesinos.

Mercedes intervino, de forma menos brusca que su cuñado.

-¡Veinte años, ya está bien! Se entiende que no quieran seguir con ese horrible simulacro. Además, quedan pocos de los que estaban aquí el 18 de julio aquel. ¡No se les puede pedir que sigan cargando con esa culpa antigua!

La interrumpió el comisario:

-Veinte años no son nada, señora. Todo lo que queda de siglo deberían estar repitiendo esa ceremonia, o alguna parecida. Ellos y sus descendientes: de raza le viene al rojo, ya se sabe...

Hasta a José Manuel se le veía molesto con Sabuesa. Se encogió de hombros, desvió la mirada, mientras desmenuzaba unas migas de pan. Ahora, al proseguir su diatriba, el comisario se le encaraba.

-Ya se lo dije el año pasado, don José Manuel... La ceremonia de ustedes es ejemplar. Tendría que hacerse algo semejante a escala nacional cada 18 de julio. En el cerro de los Ángeles, por ejemplo...

Leidson le escuchaba, entre horrorizado y divertido. Ya casi no quedaban, pensó, ejemplares humanos tan representativos de la hispana barbarie. Se hizo el ignorante, aparentó no haber entendido la alusión, para ver hasta dónde llegaba la estulticia sectaria del policía.

-¿El cerro de los Ángeles? ¿Por qué precisamente allí?

Roberto Sabuesa le fulminó con una mirada de odio displicente.

-¿No era usted historiador? ¿No sabe lo que ocurrió allí durante la cruzada?

Leidson lo sabía, desde luego, pero fingió que no, con un gesto entre perplejo y compungido. Sabuesa proseguía, triunfal, prepotente.

-Pues que esos bestias le pusieron el nombre de cerro Rojo y organizaron el fusilamiento de la estatua de Cristo Rey por un piquete de milicianos. Hay fotografías de tan sacrílego acontecimiento...

-No veo la relación -dijo entonces el Avendaño jesuita, en tono relajado pero tajante. Y volviéndose hacia su hermano-: Bueno, cuéntanos lo que ocurrirá mañana, José Manuel...

Años más tarde, cuando el comisario Sabuesa, ya jubilado, recordara episodios y peripecias de su vida profesional, acaso con algún compañero, tomando copas o jugando al mus, a la brisca o al tute arrastrado -a cualquier juego de naipes, con tal de que fuera castizo-, o acaso solo, repantigado en una butaca ante el televisor; cuando surgiera, por el motivo que fuese, y son infinitos los motivos posibles, ya se sabe, imprevisibles, e imperiosas las ocasiones, algún recuerdo de aquella época, de aquel año desgraciado de 1956, Roberto Sabuesa llegaría a la conclusión de que ese día de julio, en el comedor de La Maestranza, al oír a los hermanos Avendaño, al ver de qué manera displicente apartaban de la conversación el tema del fusilamiento de Cristo Rey por los rojos en el cerro de los Ángeles, de qué manera se pusieron a explicar y casi a justificar el subversivo abandono por los peones de la finca de la tradición expiatoria, aquel mismísimo día fue cuando tuvo la intuición o premonición, dolorosa pero irrebatible, de que, pese a las apariencias, los suyos, los bien llamados nacionales, estaban empezando a perder la guerra. Mejor dicho: a dejar que se perdieran los frutos de la victoria, al agostarse los valores que la habían hecho posible; a perder la confianza y la seguridad que debiera otorgarles y que hasta entonces les había otorgado el haber ganado la guerra, a costa de tanto sacrificio, tanto mártir célebre o desconocido, tantos caídos por Dios y por España.

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