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Reportaje:PAISAJES IMPREVISTOS

Mar inmediato

Entre la playa de Torreblanca -Torrenostra- y las playas que preceden a Alcossebre se encuentra, ya dentro del término municipal de Alcalà de Xivert, el poblado de Capicorb, en un trozo de litoral constituido por una playa y un pequeño accidente costero, una punta. Ambos elementos se acogen también al mismo nombre sugeridor, como la torre de vigía aún presente (restaurada y convertida en chalé), que es sin duda la más famosa de cuantas pertenecieron al entramado de alertas del antiguo castillo de Xivert. No fue cosa de capricho, durante los siglos XV y XVI, esto de vigilar las asechanzas provinentes del mar, dada la frecuencia con que se producían incursiones de los piratas berberiscos. En una de las de mayor envergadura, ocurrida en agosto de 1547, la torre de Capicorb tuvo un papel decisivo tanto en la alerta como en la defensa subsiguiente; los saqueadores fueron rechazados tras prolongados combates sostenidos a lo largo de estas playas. Hoy parece mentira que acontecimientos tan novelescos tuvieran lugar aquí, donde todo rezuma paz de turismo en familia, sosiego de pescador de caña, paseo de atardecida.

"La torre de Capicorb tuvo un papel decisivo tanto en la alerta como en la defensa"

Lo primero que llama la atención al visitante recién llegado es la cercanía del mar. En cualquier playa el mar está, por definición, más o menos próximo. No obstante, la peculiaridad de Capicorb reside en el hecho de que aquí el mar es inmediato, roza las huertas, casi toca las casas. Antaño no debió de ser así. Seguramente ha ido ganando terreno a la antigua franja de playa, que ahora existe en una mínima expresión, sin arena, con sus piedras redondas atrapadas irremediablemente entre la espada del oleaje y la pared de la tierra firme.

¡Otra característica de este lugar sorprende igualmente: la conjunción, en su bastante reducido espacio, de construcciones y actividades humanas muy diversas. Hay un hotel modesto, vulgar, que se camuflaría sin pena ni gloria en algún enclave más concurrido pero que aquí se hace conspicuo. Hay pequeñas casas de una planta, años atrás habitadas por labradores o pescadores locales y hoy, tras alguna reforma interior, convertidas por sus actuales propietarios en confortables viviendas de vacaciones. Hay una discoteca ocupando un local que se disfraza de aparatosa edificación militar, cuando en realidad fue un almacén de aduanas ni ofensivo ni defensivo. Hay una ermita -viva miniatura encalada- en honor de Sant Antoni. Hay naranjales y huertos sobre los que se dobla un hombre enjuto que vende sandías, melones u hortalizas varias al borde mismo del campo, en un rápido comercio desde la mata al cliente. Hay nudistas. Hay lectores (lo juro). Hay gente solitaria. Todo junto y junto al incesante contacto de unas aguas que imponen el azul como imponen el horizonte inmóvil.

Y por si todo esto fuera poco, al mirar al norte, hacia la punta, se descubre una estampa cuya ambigüedad proporciona la sorpresa final, porque de su vegetación heterogénea -adelfas, cañaverales, eucaliptos de plata, altas palmeras- se desprende un aire tropical involuntario, que aumenta hasta la sugerencia del atolón si uno se acerca a su otro lado y encuentra la laguna de agua dulce formada al desembocar por la rambla de Les Coves. Es entonces cuando la mole de la Serra d'Irta, al fondo, se convierte en un imaginado volcán y completa así el espejismo que nos devuelve a un vago mundo de piratas.

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