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Reportaje:ESCENARIOS URBANOS

Puerto al atardecer

En la poesía irónica y sutil de Tono Fornes, su ciudad, Dénia, tiene la resplandeciente luz de un mercado en la mañana, rebosante de colores chillones, pescado fresco, crustáceos prehistóricos y opulencia de frutas apiladas, y en ella se oye también la nostalgia de sus legendarios orígenes helénicos y del revuelo vivaz de su puerto romano -ánforas, mosaicos, torsos quebrantados, epigramas-, aderezada con unas gotas de piraterías sarracenas, a la sombra protectora y vigilante del castillo taifal. Pero Dénia, como esa poesía que la ama, también se puede adormecer en la quietud del diminuto cementerio de los ingleses, entre hierbas y losas, ínfimo jardín abandonado, olvidado, amable y bello junto al mar.

"Cuando las masas de turistas ya se han ido, debe estar bien vivir en una de esas calles"
"Como tampoco se debe dejar de lado el pequeño barrio pescador"

Como todos los puertos, la ciudad despierta, con las nostalgias y la alegría de la luz, la imaginación y los sentidos. Seguramente no sea agosto el mejor momento para comprobarlo. A Dénia le convienen el bullicio y la agitación, pero no el exceso, y en este mes la invasión de turistas lo inunda todo. Dénia en temporada baja tiene vitalidad más que suficiente: en primavera, cuando la vegetación, siempre cercana, excede la paleta más delirante de Matisse, o en invierno, admirando la fuerza sin testigos del mar.

Hay quienes de Dénia prefieren sin dudar la agradable urbanización de Les Rotes, junto al Montgó, con su "fósil lomo de cetáceo" extendiéndose al sol, su frondoso arbolado, sus playas semiocultas por los setos y sus bares con amplios miradores hacia el mar, que parecen salidos de un film chic de los últimos años 50. Todo eso está muy bien, sin duda, pero no tanto como para olvidar la villa, con su plaza mayor antigua y sus calles de pueblo rico, largas, con hileras de casas espaciosas, de umbrales de piedra y balcones vistosos, ceñidas por el recuerdo de unas murallas de las que sólo queda el nombre en la Ronda de les Muralles o en el bonito y breve Carrer de la Barbacana. Como tampoco se debe dejar de lado el pequeño barrio pescador, ya algo lejos del centro de la villa, que se recoge bajo el castillo, alrededor de la plaza del Raset, junto al puerto. Lo forman unas pocas calles, semiocultas entre los pisos de alquiler, que han conservado bien la traza de los pueblos marineros de nuestro litoral: su gracia de callejuelas revueltas y casas pequeñas, de muros gruesos y pocas oberturas, blancas y frescas, algunas de ellas con fachadas coloristas de cara al mar.

Ahora, claro está, ese pequeño barrio está repleto de bares y restaurantes, como todos los rincones, chicos y grandes, de esta costa. En este caso, esa proliferación no lo estropea, al menos no en la temporada baja, cuando no está superpoblado. Como es natural, los restaurantes se han especializado en arroces, en pescado y marisco. Unos cuantos son bastante buenos, y han sabido aprovechar las viejas casas marineras para crear un entorno grato. Alguno hay también con una fachada divertida, que enriquece, más que agrede, el pintorequismo del rincón en que se halla.

Cuando las masas de turistas ya se han ido, debe estar bien vivir en una de estas calles, en una casa de ésas, de muros fuertes y ventanas estrechas, preparada para resistir el verano más torrido, y en ella despertarse con la luz restallante de nuestro litoral, oír el quejido insondable del mar y el rumor cantarín de las campanas (éste, si puede ser, lejano); comer bien de los dones del mar; pasear después, por las calles, la playa, la escollera; echar una ojeada a nuestra barca -que hemos bautizado Capità H. Humbert en homenaje a un sabio- y pensar que, si el domingo hace bueno, nos llevará por las calas hasta Xàbia; y al atardecer, mientras regamos las rosas del balcón, conjeturar quizá los primeros versos, irónicos y alegres, llenos de luz, de un nuevo poema.

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