Conocimiento y conciencia
El tópico de que habitamos una aldea global es verdadero y falso al mismo tiempo. Por una parte, es cierto que gracias a los medios de comunicación, contamos con un acceso sin precedentes a las imágenes de lo que ocurre en cualquier punto del planeta; es lo que indica el lema con el que la CNN se publicitaba durante la guerra contra Irak: "Está pasando, lo estás viendo". Sin embargo, la fantasía de un conocimiento que de manera automática despierte la conciencia se revela como lo que realmente es: una fantasía. Tenemos acceso a la información, pero esto no quiere decir que comprendamos lo que vemos ni, mucho menos, que podamos convertir esta información en conocimiento útil. "Hay horror, pero sin contexto y, por tanto, esta nueva forma de acceder a las tragedias del mundo produce tanta confusión como información" (Rieff). De ahí el enconado debate sobre la forma en que los medios se aproximan a las tragedias del mundo y sobre si éstos, finalmente, anestesian o conciencian. Ahí está, en particular, la reflexión de Susan Sontag, quien a finales de los setenta defendía la tesis de la anestesia (en On Photography, Ferrar, Strauss & Giroux, New York, 1977) y recientemente ha sometido a revisión su propia posición reivindicando la capacidad de las imágenes de hambrunas, guerras o desastres naturales para generar conciencia y acción (en War and Photography, Nicholas Owen, editor, Human Rights, Human Wrongs, Oxford University Press, Oxford/New York 2002).
En cualquier caso, la información sobre las tragedias globales transmitida por los medios de comunicación con su profusión de imágenes desgarradoras puede, seguro, movernos a la compasión; lo que resulta más improbable es que nos permita transformar ese sentimiento de compasión en acción. Como señaló Arendt, "la historia nos enseña que no es en modo alguno natural que el espectáculo de la miseria mueva a los hombres a la piedad". Para convertir este conocimiento-información en conocimiento-acción necesitamos narraciones morales que fundamenten nuestro compromiso, relatos que doten de significado a lo que ocurre en lugares distantes y que nos ayuden a explicarnos por qué nos interesan los problemas que en ellos ocurren. En ausencia de este tipo de narraciones que den sentido a la realidad del sufrimiento contemplado y movilicen nuestros recursos morales en favor de un compromiso con las víctimas, lo más probable es que sea el distanciamiento el que triunfe y, finalmente, lo único que permanezca sea, como en la novela de Joseph Conrad, un sentimiento de puro horror. Pues, como escribe Ignatieff, "cuando sólo vemos el caos más allá de nuestras fronteras, la tentación de la repugnancia se hace irresistible". Recordemos, si no, las imágenes que hemos visto de la guerra de Liberia.
¿Pueden evitarse estas perversiones? Ignatieff considera que sí se puede y, sobre todo, que sí se debe. Muchas veces al margen de las intenciones de los empresarios y de los programadores, el hecho es que la televisión "se ha convertido en el principal mediador entre el sufrimiento de los desconocidos y la conciencia de los habitantes de las escasas zonas seguras del planeta"; por eso, aunque afirmen que la función del medio es meramente informativa, "no pueden evitar que las consecuencias de su poder sean morales, porque a través de la televisión no sólo vemos al prójimo, sino que cargamos con su destino". Para ello, concluye Ignatieff, debe aplicar a los acontecimientos que tienen que ver con las víctimas de nuestro mundo los mismos criterios que aplican a los acontecimientos relacionados con el poder: "Si la televisión es capaz de tratar el poder como un fenómeno sagrado, podemos exigirle que demuestre el mismo respeto por el sufrimiento. Si puede cambiar su programación y cambiar su discurso por el éxito de una boda o de un entierro, podemos pedirle que haga lo mismo por el hambre o el genocidio": liberarse del estrecho formato temporal que ofrece el noticiario; cambiar el modelo de informativo por el del informe documental; en definitiva, poner al servicio de las víctimas la misma capacidad retórica y la misma imaginería ritual que maneja para convertir la muerte de una princesa o el fichaje de un crack del fútbol en acontecimientos mundiales.
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