La espera tocó a su fin
No hace falta ser aficionado a la fórmula 1. Muchos españoles razonablemente interesados por el quehacer deportivo llevaban décadas esperando este momento. En los años cuarenta ya existía, contra todo pronóstico, un Gran Premio de Barcelona de Fórmula 1 -la entrañable Peña Rhin- en el que algún esforzado piloto, con monturas de menor fortuna, pugnaba contra los grandes pilotos del momento: el argentino Juan Manuel Fangio, cinco veces campeón del mundo, y su más directo rival, el italiano Alberto Ascari. Paco Godia, con más elementos en contra que la Invencible, logró un cuarto lugar en una de esas pruebas; el marqués de Portago, dos décadas más tarde, aunque en una vena mucho más de revista del corazón, repetía puesto. Para entonces, Bahamontes ya había ganado un Tour (1959) y Santana su primer Roland Garros (1961). La indigencia había dado paso a la ilusión. Pero había aún mucho que esperar.
Y el domingo pasado, 24 de agosto de 2003, Campeonato del Mundo de Fórmula 1, Gran Premio de Hungría, Fernando Alonso, un asturiano de 22 años, incinera el tabú. Ya llevaba unos meses amagando: dos pole positions, con la del domingo; un segundo y un tercer puesto en carreras anteriores; y siempre una conducción ajetreada y ambiciosa, que hacía esperar lo mejor. Finalmente, en Budapest, llega la culminación. Alonso, además, se convierte en el más joven de la historia del automovilismo en lograrlo.
La fórmula 1 no es sólo el deporte de unos pocos y excepcionales practicantes -apenas una veintena de corredores ha ganado alguna vez un gran premio-, sino una muestra de madurez deportivo-industrial. Los coches, ciertamente, no son españoles, pero hace falta una larga dedicación deportiva, una vecindad de pilotaje, una afición y estilo para que la victoria sea posible. Cuando Federico Martín Bahamontes era el Águila de Toledo, su bicicleta era casi tan rural como él mismo. Hoy quien gana es el arte contemporáneo.
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