Verano del 77
¿Nos hacemos una?, proponía el Orejas de repente, y todos bajábamos las escaleras de la piscina municipal, camino de los vestuarios. Arriba todo era aroma de aceite de limón, bocadillos de mantequilla con azúcar, cloro en la piel y una viva ansiedad que nos comía por dentro dulcemente, porque la adolescencia es una breve mañana de verano que parece eterna y que se vive en una espera atropellada, en una misteriosa víspera del gozo. No hacía ni una hora de nuestra última visita a los vestuarios, y allí estábamos todos otra vez, dispuestos a cumplir en civilizada hermandad con aquel rito. Nos encerrábamos en una de las umbrías cabinas y frotábamos la lámpara de Aladino con verdadera saña. En el colegio, alguien había escuchado decir a los mayores que un día nos mancharíamos las manos con un líquido pegajoso y blanco. Nosotros sabíamos que ese sería nuestro bautismo como hombres, pero era aquel ejercicio un pecado muy grande que podía dejarnos ciegos en cualquier momento. Como una revelación susurrábamos aquellas sucias palabras: gayola, leche, correrse; y el infierno existía con la misma rotundidad con que existían los futbolines en el parque o el perro del sereno, que cada noche nos ladraba furioso, como si fuera un arcángel con colmillos enviado por dios para delatar nuestra culpa. Ah, bribones con sotana y catecismo bajo el brazo, nunca sabré perdonaros vuestra torpe enseñanza. Jamás un acto tan puro y luminoso fue vivido bajo la sombra de una culpa tan grande. Y el día se nos pasaba entre febriles masturbaciones y atribulados actos de contrición.
"El infierno existía con la misma rotundidad con que existían los futbolines en el parque"
"Salíamos de los vestuarios con la lycra del bañador abultada por la presión del mástil"
Salíamos de los vestuarios con la lycra del bañador Speedo abultada aún por la presión del mástil y paseábamos la tienda de campaña por delante de las narices de las chicas, pero las chicas parecían estar siempre preocupadas por cualquier otro tema. Georgie Dan se desgañitaba desde todas las máquinas de discos, y el mediodía era dos dedos de vino con gaseosa y mucho hielo, el pan crujiente, la ensalada fría de patata hervida con huevo duro, tomate de la huerta y migajas de atún. En la sombra de la casa, nuestra piel parecía más oscura y más brillante, y a la hora de la siesta el mundo cobraba una intimidad de cántaro. Como no nos dejaba dormir el brío de la sangre, frotábamos un poco más la lámpara de Aladino recordando el vello que asomaba ya en las ingles de algunas chicas por las costuras del bikini. Qué pacto habían hecho ellas con aquel diablo que nos dejaría ciegos para lucir esa oscura mata también en las axilas mientras nosotros cuidábamos con ternura los cuatro pelos mal avenidos que comenzaban a crecernos por fin en el lugar ansiado.
Con la noche volvíamos de nuevo a la piscina. Un saltar de vallas y el corazón acelerado. La superficie quieta del agua nos daba frescor y el aroma del jazmín se enredaba en el alma y entonces cantaba Richard Cocciante desde un magnetófono a pilas y las chicas se dejaban abrazar tan sólo un poco, poniéndonos los codos en el pecho en cuanto sentían desperezarse al elástico animal que nos ardía entre los muslos. Jugábamos a la botella y ellas pedían beso en la mejilla, y nosotros no entendíamos por qué no se bajaban las bragas allí mismo y nos enseñaban aquel secreto por el que hubiéramos matado a sangre fría. Alguien había visto en las páginas de no recuerdo qué revista el de Susana Estrada, y contaba que era sonrosado y suave, como las axilas de un bebé. Y nosotros no llegábamos a imaginar aquello, y en los sueños tomaba forma de pulpo o de flor rara. Y así, como si no pasara, fue pasando la adolescencia. Tenía entonces la vida unas décimas de fiebre. ¿Nos hacemos una?, proponía el Orejas en cuanto las chicas se marchaban. Y luego nos sentíamos muy pobres, muy pecadores y muy solos. Y nosotros no podíamos saberlo, pero dios, allá en su nube, nos miraba con ojos bondadosos.
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